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Iniciado en la vida literaria por la voz de mi madre y la lectura de los cuentos, el primer millonario que conocí se llamaba Rico Mc Pato, más conocido como “Tío Rico”. Era una figura no de Perrault ni de los Hermanos Grimm, más bien nacido de la magia de Walt Disney e inspirado en un personaje de Charles Dickens. Su imagen había sido trasplantada a las historietas que comprábamos en las tiendas, colgadas en cuerdas y cabuyas en compañía de Archie, Chanoc y una serie de estrellas en cuya lectura se consumían las horas infantiles –-también en el Colegio Mayor de San Bartolomé, mientras el admirable Padre Ángel nos enseñaba la humildad y nos lustraba los zapatos. Los intercambiábamos el domingo en matinal en El Cid, el Olympia, el Metro o el Mogador, y nos los llevábamos a casa, tan frescos y alargados como el sabor acaramelado del Bonfruit.

“Tío Rico” tenía mucho dinero, un montón de monedas y lingotes de oro encaletados en una bóveda que asediaban “Los chicos malos”, y un  genio más pesado que todo lo anterior. Acomodado bajo un sombrero de mago que le doblegaba, con un bastón implacable y unas gafas como las que después usaría John Lennon, “Tío Rico” descargaba su furia en Patos Donald, Hugo, Paco y Luis, que constituían la clase media de esa familia. No impartía Lecciones Empresariales propiamente dichas, pero quedaba claro que el dinero se hacía por la fórmula de siempre: que los ingresos fueran mayores que los egresos, a los cuales el ánade citado aplicaba todo su carácter huraño.

Hoy pienso que el palmípedo acaudalado era la imagen de un hombre rico, adinerado. Más que de un millonario. El lugar de estos últimos en mi imaginación lo llenó después Aristóteles Onassis. Este señor se la pasaba en un barco, la fuerza naval de su fortuna, y su historia establecía una relación entre el dinero y las mujeres bonitas y famosas. A sus brazos llegó la novia de todos, esa preciosura que era Jacqueline, ya definitivamente viuda de Kennedy. Semejante acoplamiento espacial le sacó de mi ámbito de interés, agobiado yo por unos celos de crucero.

Fue entonces cuando comencé a saber de Don Julio Mario Santo Domingo. No le encontré ni en los balances ni en Fortune ni Forbes, a pesar del ruido que en ese aspecto ya causaba el heredero de Mario Santo Domingo. No. Hallé su nombre en los textos de José Félix Fuenmayor sobre el Grupo de Barranquilla. Y me pareció más interesante al verlo asociado culturalmente a Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio, Alejandro Obregón, y ese otro gran Don, que era Don Germán Vargas, entre otras luminarias reunidas alrededor de “La cueva”. Pero además de esa foto que tiene con Don Hernando Santos, que sale cada cierto tiempo en las antologías conmemorativas de Cromos y de Jet Set, y en la que aparecen tan ciertos como era Don Hernando y Don Julio Mario, le recuerdo por la instantánea del avión.

Allí aparece Don Julio Mario elegante y exponente de una clase verdadera, apuesto y con una discreción que le destacaba, como ese “Don” que tenía desde la cuna. Era un millonario más allá de la plata. Culto y exquisito, se movía en las esferas restringidas de la alcurnia internacional, y uno adivinaba su trato fino y sus maneras corteses, pertinentes para sentarse a manteles con quienes anidan en esa galaxia de los reyes y las princesas. Tenía el raro don de la elegancia, concebida a la antigua, lejos del exhibicionismo chocante y más bien asentada en la combinación exacta del color y la prenda, pero sobre todo, del saber llevar lo que se tiene puesto, que distancia la gala estrambótica de la distinción.

Fue mucho tiempo después que comencé a interesarme por la vida de los millonarios recientes. Leí el interesante libro “El tigre”, sobre Emilio Azcárraga, y la biografía más bien modesta en términos descriptivos de Gustavo Cisneros. La buena imagen que tenía de Don Julio Mario sobrevivió, incluso, a la desafiante  biografía no autorizada de Gerardo Reyes, y a los comentarios infamantes sobre el papel de su Grupo o la marcha de sus negocios. Nunca le conocí personalmente, aunque trabajé en sus medios de comunicación Caracol Televisión y la revista Cromos. Lo más cerca que estuve de él fue tratar a Don Carlos Pérez Norzagaray, a quien me presentó su gran amigo, mi amigo ya muerto y nunca reemplazado Don Francisco de Zubiría.

Sentí de verdad el episodio triste de la muerte de su hijo mayor Julio Mario, que heredó todo lo que caracterizaba a su padre y que hoy multiplican Andrés y Alejandro, este último convertido sobradamente en la cabeza de semejante emporio.

El viernes supe de su muerte. Todo lo que he escrito me vino a la memoria, con la imagen de luto de su esposa Beatrice, enmarcado en la estampa del Centro Cultural y Biblioteca Pública, que con su nombre y su dinero le regaló a Bogotá. Pensé inmediatamente que esta ciudad le debe un desagravio a él, pero sobre todo a sus habitantes, por el estado lamentable en que se encuentran la Calle 170 y las vías de acceso a este lugar majestuoso, y que se han deteriorado como una tierra de nadie.

Sé lo que representan este tipo de obituarios, que no quitan ni ponen nada al homenaje que ya le han hecho a Don Julio Mario Santo Domingo Pumarejo en todos los medios y desde tantos puntos del país y del mundo. Uno debe situar muy bien su pluma entre la sapería y la obsecuencia que mariposean alrededor del dinero y el gesto valeroso de la admiración. Se ha ido un gran hombre, un gran empresario y un gran señor. Que revaluó para siempre la imagen infantil del “Tío Rico”, zambullido en sus monedas de oro.

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