@cgalvarezg
Hubo un tiempo en que la gente vivía “de acuerdo a sus posibilidades”. Así se rotulaba la decisión de no apabullar los ingresos con deudas impagables o difíciles de sufragar. Era una filosofía que situaba a las personas en una perspectiva real de la vida, que las salvaba de ostentaciones y lujos superfluos y de caer en la trampa de aparentar ser lo que no eran. No habían sido contaminadas por lo que Deepak Chopra denomina “la mentalidad de casino’, en la que la gente gasta dinero que todavía no ha ganado, para comprar cosas que no quiere y así impresionar a personas que no le interesan”.
La reflexión viene a cuento al conocer el estudio del Banco de la República titulado “Las capacidades financieras de la población colombiana”, hecho con base en la Encuesta de Carga Financiera y Educación de los Hogares. El 80% de la gente gasta más o igual de lo que gana. La existencia transcurre para muchos en una racha de consumos innecesarios, que bien puede explicar el incremento patético de los créditos en mora. Es el bienestar cimentado en los créditos de consumo, que como señala Alejandro Gaviria, al comentar la buena noticia de la duplicación de la clase media en Colombia y el aumento de sus ingresos, ya le pasó a Brasil, que frenó en seco su economía “porque hubo un crecimiento insostenible en el crédito de los hogares”. El endeudamiento maquilla la desigualdad, la pérdida del poder adquisitivo del salario.
El tiempo lejano con el que se contrasta la situación presente hacía de las personas agentes responsables de sus gastos. Nada les aterraba más que adquirir deudas pantagruélicas, que en cualquier plazo los pusieran contra la pared. Por eso, por ejemplo, matriculaban a sus hijos en colegios que podían pagar sin angustias, casi siempre establecimientos nacionales como el Camilo Torres, el San Bartolomé o el Nicolás Esguerra de entonces en Bogotá.
Las cosas tenían valor. La gente cuidaba su ropa, sus zapatos, sus mudas porque no disponían de un ropero exuberante, abarrotado de prendas de ocasión para no ponerse o no repetir. Los objetos de los hogares se cuidaban, porque estaban concebidos para durar toda la vida y no había plata para los costosos arreglos.
Entonces los hijos se comían lo que les servía. Casi siempre era lo mejor que podían entregarles los padres, pues el alimento era la esencia del bienestar, y para las madres, en especial, y como la salud, la base de la vida. No había menú a la carta para cada integrante de la familia que podía comer unida, en un eterno rencuentro. Y ¡ay! del que llegara a despreciar lo que estaba en el plato o intentara botarlo como su fuera bazofia. El mercado se guardaba en la despensa y se administraba con sobriedad.
Los padres compraban ropa por el sistema de libranzas, que era un crédito controlado por la nómina de las empresas. Tenían que demostrar su probidad financiera y sus capacidades, y lo que podían adquirir estaba en proporción directa a lo que podían pagar. No había créditos pre aprobados, no les regalaban la deuda con sólo poner la cara, pero sobre todo: no estaba en sus almas y en sus mentes, jugarse la vida por algo que superaba sus ingresos palmarios.
Las vacaciones y otros lujos eran el fruto de ahorros y sacrificios, del compromiso con un préstamo que se podía pagar sin vivir de la lengua, ni despeñarse por el abismo de los deudores morosos. La palabra era sagrada en los tiempos y las condiciones de pago, y nadie tenía que esconderse de nadie que lo amenazaba con el papel del incumplimiento, de la letra vencida.
Pero los tiempos tenían que cambiar. La sociedad de consumo y el crédito desbordado, la necesidad de ostentar y la esclavitud de aparentar cambiaron las costumbres verdaderas. Y los seres humanos dejaron de ser dueños de sus vidas autónomas, para convertirse en esclavos de necesidades ajenas. La tiranía de la marca y el endiosamiento del objeto rompieron la noción de una serena austeridad y nos hipotecaron a todos definitivamente.
Todo perdió valor, sojuzgado por el precio. La comida, la ropa, los utensilios son hoy extensiones de una noción de vida derrochadora, manirrota, malgastosa. Ese ritmo de consumo irresponsable tiene a la tierra con sus cuentas en sobregiro y a millones de humanos sin futuro posible. Y mientras proyectan otro capítulo de “La era de hielo”, nuestro agobio es la era del deshielo.
¿Por qué el Banco de la República no convierte los resultados de encuestas como la citada y sus advertencias de pernicioso consumo excesivo, en pedagogías visibles y contundentes para la población? ¿Qué tal transformar esos temores en orientaciones concretas para un consumo más razonable, en verídicas lecciones para que las familias colombiana redefinan su sentido financiero y aprendan a manejar su dinero?
No volveremos a los tiempos idos. Pero es posible que no perdamos los tiempos por venir.
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