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El asesinato de un joven grafitero y las secuelas de vandalismo que una marcha escandalosa de alumnos y maestros dejó en el comercio de la Carrera Séptima, en Bogotá, demandan más que una reflexión sobre esta forma de arte, de expresión o de violencia gráfica.

Diego Felipe Becerra dibujaba caras del Gato Félix. Bajo los puentes, en las paredes, sobre superficies tentadoras aplicaba con aerosol una ternura desafiante, para expresar lo que pasa por la mente de un joven de 16 años. Hoy está muerto. Su grafito más reciente es su epitafio. Su pintura más próxima es el dolor de su familia.

Poco tiempo después, ¡quién lo creyera!, una marcha de estudiantes y maestros dejó pérdidas por 500 millones de pesos en la vía crucis de Bogotá, que no es otra que la Carrera Séptima y sus calles aledañas a la Plaza de Bolívar. Imágenes de vándalos atacando a la Fuerza Pública con aerosoles y tarros de pinturas podrían evocar rezagos de un mayo lejano, romántico y glorioso, pero fueron únicamente escenas de pasmosa violencia. No se puede llamar grafito al uso indiscriminado del aerosol para dañar ventanales, afectar al comercio y dejar la ciudad marcada de beligerancia y destrucción.

La raíz de cómo ha cambiado el asunto de grafitis y grafitos, se nutre, incluso, de la misma definición que les ha dado la Real Academia de la Lengua Española (RAE). Nadie podría inferir que esta barbarie que está causando graves destrozos en las paredes y el inmobiliario urbano de las ciudades, sin ninguna propuesta conceptual ni creativa, tiene su origen en los muros del imperio romano. Entonces, era habitual la costumbre de la escritura ocasional en tapias y columnas, que acogían un repertorio variado que abarcaba desde los insultos hasta las declaraciones de amor, pasando por las consignas políticas. No tengo el tiempo ni el espacio para contar en detalle la maravillosa historia de cómo esas inscripciones lejanas se convirtieron en grafitis inteligentes, de cómo llegaron a su condición de flores de ingenio en el mayo de 1968, que asoló a Paris de sueños.

La RAE tomó un poco de allá y un poco de acá. Y le dio a “grafito”, su acepción en español, que también revela el untuoso mineral que hace posibles lapiceros y crisoles refractarios, una definición terrena: “Letrero o dibujo circunstanciales, generalmente agresivos y de protesta, trazados sobre una pared u otra superficie resistente”. Alguien debió marcar los muros de la academia con señales equívocas, haciéndola enmendar ese significado infamante por este eufemismo: “Letrero o dibujo circunstanciales, de estética peculiar, realizados con aerosoles sobre una pared u otra superficie resistente”.

Y ahí estamos, entre la estética peculiar y la agresión. Entre artistas y vándalos. Una cosa son los jóvenes como uno percibe a Diego, el ausente presente, armado de un gato simpático que se despliega sobre el espacio público dañándolo con una ornamentación de comic. Otra, la forma como vándalos profesionales y desocupados malosos están asolando la ciudad, malogrando sus muros y todos sus espacios con rayones, leyendas, manchones de maldad y grabados de odio. Hay que ver sectores como la Troncal Caracas en Chapinero, que parecen murallones de infamia.

La justicia tiene que hallar la forma que sea diferente una cosa de otra cosa. Yo he visto brigadas de jóvenes que se apropian de muros para embellecerlos con sus dibujos, con su “estética peculiar”. Los he visto tardes enteras grabando esa expresión de belleza, con sus colores vistosos y sus figuras impredecibles. Y los he visto volver a casas con escaleras y brochas, victoriosos en esa labor de expresión urbana. Son diferentes de los vándalos. A quienes se les debe encontrar alguna forma de sanción o seguirán violando la ciudad con sus aerosoles procaces.

Ambos, eso sí, el artista y el vándalo, hacen parte de la misma semilla: la juventud incandescente. Esa que es, en todas partes, la candela viva, fundamentalmente rabiosa con unos padres que no supimos construir un mundo mejor y que fallamos a la promesa del porvenir, al compromiso de la ilusión.

Que quede eso grabado.

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PERFIL
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Carlos Gustavo Álvarez G. nació en Bogotá en 1957. Es periodista, escritor, libretista de TV, asesor de comunicaciones y compositor. Se ha desempeñado como Director de Elenco, Editor Cultural y Editor Dominical de El Tiempo, Editor de revista Credencial y Subdirector de Cromos. Entre otros, escribió los libretos de la comedia "Don Camilo" y de la telenovela "Calamar", y con Bernardo Romero Pereiro (q.e.p.d.) creó al personaje "Guri Guri". Entre sus libros están: Bogotá de memoria, Paisas en Bogotá, La Vuelta a Bogotá en un poco más de 500 años, Angelita, Historia de una voluntad y En boca cerrada. Ha compuesto dos CD de canciones: "Son de Colombia" (2009) y "Tu amor" (2010) y "Palabras de amor", que circuló con "En boca cerrada". Ha sido columnista de Elenco, Lecturas Dominicales, El Tiempo, El Colombiano y en 2011 cumplirá siete años como columnista de Portafolio. Su página web es: www.carlosgustavoalvarez.net

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