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Domingo de Ramos

Gente, mucha gente, viendo al Señor.

¿Recuerdan cómo se veían las calles de la ciudad cuando vino el Papa?

Yo me imagino que, en aquella ocasión, era algo similar, pero, en aquella época, El Señor, estaba en medio de unas circunstancias amenazantes.

El poder político y religioso no estaba con Él. Lo rechazaban y perseguían porque lo odiaban y le temían. Muchos consideraban que era una amenaza para su “estatus”, como diríamos hoy en día. Este hombre, había cuestionado, no solamente las creencias y estilo de vida de la sociedad de la época, sino su manera de acomodarlas a sus propias necesidades, de forma egoísta, para asegurar su posición de privilegio en la sociedad. Nada podia ser cambiado. Nada podía ser cuestionado. Ese hombre que se decía hijo de Dios, con su interpretación de las escrituras, que era más humana y sencilla, proponía otro manera de ser y de pensar. Privilegiaba a los pobres, cosa que no hacían los poderosos. Rechazaba los bienes de este mundo para mostrarles que había un bien superior que estaba por encima de ellas y que, si las poníamos al servicio de nuestros semejantes, el bien que haríamos, además de hacernos más felices y aumentar nuestra paz interior, nos llevaría a Su Padre, que es padre de todos nosotros, sin excepción.

Ese era el hombre que, después de tres años de predicación, había logrado que mucha gente le siguiera. Lo que hizo que su entrada a Jerusalén no pasara desapercibida, sino que, al contrario, muchos salieran a recibirlo y alabarlo. No por su poder, sino por sus enseñanzas.

El que enseña, sinceramente y con humildad, recibe la gratitud y aprecio de los que le siguen. Eso era lo que se manifestaba en aquellas personas. Eran personas ignorantes y pobres, muchas de ellas, probablemente la mayoría, habían sufrido la indiferencia de los poderosos, de la “gente bien” que llamaríamos hoy en día. Aquellos que, en sus palacios, disponían de sirvientes y todos los medios necesarios para disfrutar de manjares y comidas opíparas, separados del pueblo, para no contaminarse y, de esa manera, no deprimirse; lo que les permitía mantener su vida indiferente y egoísta, en medio del disfrute de sus propiedades, muchas de ellas, hechas a costa de sudor y la sangre de muchos de sus servidores mal pagados y sometidos a las enfermedades y el hambre.

Era una sociedad muy injusta y, en nada diferente a la nuestra. Este hombre que se aproximaba a Jerusalén, era ajeno a las vanidades que le hubieran propuesto disponer de muchos detalles de “buen gusto”, para manejar su imagen, al llegar a su destino donde tanta gente le esperaba. Solamente pidió que le consiguieran prestado un asno que prometió devolver apenas llegara a su destino.

El pueblo lo recibió con alegría y la esperanza de quien se encuentra con su redentor. El Salvador, le llamaban algunos. Allí estaban los desprotegidos, los maltratados los que tenían hambre.

Los ricos y poderosos —políticos y religiosos— estaban agazapados protegidos por las paredes de sus palacetes o en el Sanedrín, pensando en cómo eliminar esta amenaza de un hombre que se había vuelto pregonero de la paz.

Leyendo la historia de Jesús, no dejo de pensar en nuestro maltratado e injusto pais, donde tanto justo muere asesinado por ser pregonero de paz y de justicia.

Creo que lo que sucede en estos momentos, en Colombia y el mundo entero, con esta pandemia, es un momento de purificación que, ¡ojalá!, a los que sobrevivan, les permita cambiar y, los que mueran, puedan ser acogidos y perdonados por el Señor.

Yo, por ahora, no sé en que grupo voy a estar; pero, prometo, sinceramente, luchar para cambiar.

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