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Al fin, después de tanto trajinar en diversidad de empresas donde sus dueños habían creado marcas muy posicionadas, fruto de muchos años de trabajo de varias generaciones de familia como La Organización Corona; Carvajal S. A.; emprendimientos nuevos como La Organización Terpel, al que estuve vinculado desde su gestación y que parecía un sueño imposible que logró hacerse realidad; Motor Trading Corp., filial de General Motors, en la que pudimos, con una alianza estratégica con Zuzuky, traer de Japón, para ensamblar en Colombia, un carro económico que denominamos Spring; al fin, como decía al inicio de este relato, estaba en un negocio pequeño, muy prestigioso y arraigado en la médula del Valle del Cauca: El Diario El Pais.

Como gerente, tutelado por Alvaro José Lloreda Caicedo, presidente de la Organización Lloreda Caicedo, había encontrado un negocio donde me sentía plenamente realizado y en que combinaba el espíritu empresarial con la responsabilidad social derivada de la necesidad de informar a la sociedad y promover sus causas sociales. Algo que hacía “click” con mi manera de ser y mis ideales.

Creo que, si no fuera por lo que comentaré en los siguientes renglones, allí estaría compartiendo con quines me aceptaron tal como yo era y con quienes hice muchos amigos: en la empresa, en la sociedad y con los vecinos del paradisíaco conjunto residencial en que vivíamos. En ese ambiente veía crecer a mis hijos que se aproximaban rápidamente a la pubertad, en medio de las comodidades que las circunstancias nos permitían.

Cali había sido una ciudad que, a mediados de 80s, era reconocida por su civismo que se notaba, no solamente por el calor humano que se sentía en toda la ciudad, sino por un espíritu de solidaridad especial que unido a su amor por la ciudad, era un ejemplo de responsabilidad social y buen comportamiento humano.

Sin embargo, este paraíso, “la sucursal del cielo”, como algunos le llamaban, estaba muy próximo a convertirse en parte del infierno del narcotráfico que destruyó todos los rincones de la nacionalidad colombiana.

Empezaban a aparecer personajes llenos de dinero, sin ética ni moral, que producto de su nula cultura, consideraban que todo se podía comprar y vender y que, la posición social, se lograba con base en el dinero acumulado, sin importar los medios para conseguirlo.

Eran los narco traficantes, acompañados por un séquito de la sociedad que vendía principios y valores a cambio de los billetes que rodaban alrededor de los nuevos líderes sociales emergidos de ese fango social que empezaba a formarse.

No fueron pocas las familias de Cali y todo el país que sucumbieron a esa pandemia. Algún narcotraficante que no fue aceptado en el Club Colombia, centro de tradición social, resolvió hacer una casa en un gran espacio de Ciudad Jardín —barrio muy costoso de la ciudad— que era una réplica de dicho club. Allí hacía sus fiestas, por no llamar bacanales, en los que participaban familias aristocráticas venidas a menos y miembros de la clase media que encontraban, en estos ambientes, la oportunidad de vender conciencias a cambio de los dineros que rodaban de las mesas de estos hampones.

La confusión era tal que llegó a ser de moda y bien visto, en muchos sectores de la sociedad, participar de tales fiestas y, el Hotel Intercontinental, el más prestigioso de la ciudad, también se volvió lugar de reunión de estos personajes que alquilaban el hotel para sus fiestas. Uno de esos eventos extravagantes fue la celebración del cumpleaños de alguna de las hijas de tales mafiosos, al que invitaron políticos y personas destacadas socialmente de todo el país. El regalo sorpresa para los asistentes era relojes de oro y, en medio de esta locura, llegaron a rifar un costoso carro, último modelo, entre los invitados.

Esta euforia social rayaba en la estupidez, a punto de que algunos amigos me preguntaban por qué no me habían visto en estas reuniones, como lamentando que no tuviera la suerte de ser amigo de personas tan especiales. En todo el país sucedían tales cosas.

Simultáneamente, se organizaron cuerpos de seguridad privada en el campo, para poder cuidar los latifundios de tierras adquiridas con presiones y desplazamientos de campesinos que nunca pudieron recuperarlas, porque pasaron a manos de los amigos de los narcos que, con base en su posición social, se prestaron para lavar su imagen a cambio de testaferratos y posesión de tierras que también lavaban los activos de los traficantes.

Estos personajes que, con el dinero de los narcos, alcanzaron posiciones dentro del Estado y, particularmente, en el Congreso de la República, penetraron también los partidos politicos tradicionales, adelantaron legislaciones a favor de tales terratenientes y sus grandes jefes de los cuerpos de seguridad del campo, que lideraban ejércitos completos para luchar contra lo grupos guerrilleros que reivindicaban la devolución de tales tierras y que, con igual violencia, se volcaban contra los campesinos que consideraban aliados de los que luego se llamaron los paramilitares, aplicando los mismos métodos violentos de estos, que no diferían mucho de los que se vieron en las luchas de fines de los 40s y todos los 50s, entre ejércitos de campesinos liberales y conservadores que también desgarraron las entrañas de este país por una guerra de posesión de tierras como esta que es la razón de fondo del conflicto colombiano.

Se desató una gran guerra que se salió del campo para penetrar las ciudades, atacaron a la prensa de la capital y de las ciudades de varias regiones que denunciaban esta corrupción que penetraba la nacionalidad hasta el tuétano de sus huesos.

Mataron periodistas como a Don Guillermo Cano, volaron el diario El Espectador que ha sido líder y paladín de la defensa de los derechos humanos durante toda su historia, atacaron las instalaciones del diario Vanguardia Liberal y otros más que, como lideres de opinión, eran el bastión de la democracia colombiana a la que siempre han querido destruir. También caían líderes incomparables como Luis Carlos Galán, asesinado por los politicos corruptos de su propio partido Liberal.

Dentro de este escenario me desempeñaba como gerente del diario El País, cuando empezamos a sentir, por dentro de la institución, los pasos de tale dineros que empezaban a comprar periodistas deportivos para promocionar a los jugadores de los equipos de la mafia. En esto se trabajó con prontitud y varias cosas se pudieron evitar. Pero saldrían cosas de mayor profundidad, como una llamada que recibí en mi oficina de parte de un coronel que era comandante de la policía en Cali. El tema a tratar se refería a que los periodistas tenían una información de la policía que esta consideraba no era correcta, y me solicitaban que el periódico no la divulgara. Yo le expliqué que, en mi calidad de gerente, no manejaba los periodistas, quienes eran libres, por política del periódico, para investigar y publicar las noticias que a bien tuvieran de fuentes confiables y comprobadas. Igualmente, le reclamé, a dicho coronel, que me preocupaba que tuvieran información de las cosas internas del periódico, pues hasta donde yo conocía, no éramos objeto de ningunas investigación policial.

Después de esta comunicación, no supe más. El director del periódico se preocupó por
conocer la version de la policía sobre los datos que se tenían en el periódico, pero esta siempre se negó a dar su versión sobre el hecho que mostraba, claramente, que un grupo importante de la policía de Cali actuaba como brazo armado protector de los mafiosos más importantes de la ciudad.

A lo pocos días empezaron a llegar llamadas a mi teléfono en las que me decían que yo no era de Cali y que debía dejar la ciudad, lo más pronto posible, fijando una fecha que coincidía con un día sábado. Ese día llegó, sin que yo diera crédito a las amenazas.

Estando en mi casa, disfrutando de una tarde fresca de la ciudad, en Pance, donde los aires de los Farallones hacían aun menos intenso el calor, decidimos, con mi esposa y mis hijos, comer un pollo a la braza de un expendio cercano que había en una avenida próxima, llamada Paso Ancho. El conductor salió solo, en mi carro, a hacer la compra, sin escoltas, con el fin de traer el almuerzo y, como se demoraba, empece a preocuparme. El punto fue que, ese día, le hicieron un atentado que destruyó el carro y, aunque el conductor no salió herido, poco después, lo asesinaron para que la advertencia me quedara muy clara.

Rodrigo Lloreda Caicedo, que en el gobierno del presidente Pastrana fue ministro de defensa, me llamó de Miami, donde se encontraba, y me dijo: tenemos información que es la policía, no permita que esta intervenga en nada, yo acabo de hablar con el general Bonnet —que a la postre era el comandante del ejercito en el Valle del Cauca—, él se encarga, a partir de este momento, por su seguridad. A este general y su extrema  honorabilidad y responsabilidad, debo mi vida. Mi casa se convirtió en un búnker que protegió el ejercito por todos lados, hasta que renuncié al periódico para salir de Cali y poder proteger mi vida y la de mi familia.

Fue una partida dolorosa, por tener que dejar a una familia que me había confiado su negocio más preciado, pero también por dejar de ver a tanta gente querida del trabajo, de la sociedad y mi grupo de amigos del conjunto residencial en el que vivíamos, con los que compartimos tantos años de amistad y cariño.

Los recordaré a todos siempre con gratitud, pues allí pasé una de las mejores épocas de mi vida.

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