Tres potencias que enternecen el alma, la llenan de sensibilidad y la disponen, como manifestación máxima de la expresión humana, para cumplir con el deseo de encontrar nuestra felicidad y la de los demás, con base en ese espíritu de solidaridad que nos anima y nos entusiasma, para cumplir, de manera correcta y trascendente, con nuestro paso por este mundo.
Escuchar
Implica, la disposición incondicional a atender y entender aquellas cosas que nuestro interlocutor nos dice: expresiones verbales de sus sentimientos y apreciaciones sobre todas las cosas que le rodean y que él cree que a nosotros nos interesan.
Esta postura, independientemente de cuánto apreciemos o compartimos lo que el otro expresa, nos compromete a cumplir con uno de los medios más importantes que es fundamento de nuestra posibilidad de convivir y progresar en sociedad: “construir con base en las diferencias”.
Nada nuevo sale de lo que ya existe, si no se mezclan los componentes conocidos para intentar aportar algo novedoso que nos recree y satisfaga por nuestro aporte; posición que podría considerarse egoísta, pero, a mi juicio, también válida, pues, tiene que ver con aspectos de satisfacción personal que nos hacen la vida llevadera y con frecuencia gratificante.
La escucha no es pasiva. Es tremendamente activa, en la medida en que no simplemente se dispone de los sentidos para hacerlo bien, sino que implica el compromiso moral de procurar entender, sin sesgos, lo que el otro dice. Es fundamento de la convivencia y de la construcción de una paz duradera, producto de dos personas que deciden escucharse con el único interés de entenderse y poder sacar conclusiones que, no necesariamente, deben ser compartidas, pero sí respetadas por la dignidad que, como persona, merece el interlocutor.
La escucha, es la base del diálogo que, si se plantea como la dialéctica relación entre dos personas, genera intercambios que se dan por la vía de las expresiones de cada una y de sus diferentes puntos de vista (tesis, antítesis). De ellos, resulta la síntesis, como expresión de algo nuevo que amplía el conocimiento y lo perfecciona, siempre y cuando se procure en medio del encuentro que se facilita cuando se pretende la búsqueda de la verdad.
Recordar.
Es el fruto de nuestra historia, cargada de experiencias, buenas y malas, triste y alegres, pero, al fin de cuentas, son la huella que deja en nosotros el paso de los años, con las marcas indelebles de lo que nos ha costado el aprendizaje; con esa pedagogía exclusiva de nuestra especie, según la cual, de las caídas y los errores, se forma una conciencia más clara de lo que debe y no debe hacerse, para bien o para mal.
Solamente la conciencia de los actos realizados y por realizar, nos permitirá elegir entre lo que creemos nos conviene o no nos conviene.
El criterio para escoger, acompañado de lo que hubiéramos sabido escuchar y el cúmulo de experiencias adquiridas, nos dan los elementos suficientes para continuar avanzando, como personas más maduras y con mejor juicio para poder decidir.
Los recuerdos, también nutren, con una buena comunicación, los procesos de formación de aquellos que nos acompañan y nos escuchan. Compartirlos, nos permite, de manera solidaria, dar una mano de ayuda al otro y, con base en ello, contribuir a su formación, aún a falta de las experiencias no vividas, pero sí compartidas.
Los recuerdos, forman parte integral de nuestras raíces. Recrearse en ellos, fortalece el espíritu y nuestra identidad. Sin arrepentimientos. Solamente bastan los recursos para entender claramente lo que somos, de dónde venimos y cómo vamos a actuar, ahora, dependiendo de lo que nos propondremos ser, resolviendo nuestras debilidades y dispuestos a desarrollar nuestras fortalezas con el propósito de ser mejores y, con nuestras obras, servir a los que nos acompañan en el camino para tratar de trascender al destino sobrenatural que nos espera.
Crear.
Es la expresión más sublime de la persona humana. Con la capacidad de crear es que se aporta algo nuevo a la especie y, si se hace bien y para bien, es la manera más adecuada de asegurar su permanencia y desarrollo en este mundo. Expande las fronteras del conocimiento y nos da la esperanza de un futuro que, solidariamente compartido, nos hará, cada vez, mejores y, por tanto, más felices.
La creatividad es, con la espiritualidad, parte esencial de la identidad de nuestra especie. Los que creemos en Dios, la consideramos como una proyección de la Espiritualidad Divina en nosotros. Somos partícipes, por ella, de la maravilla de Su creación universal.
La capacidad de crear, nos anima y nos reta a alcanzar más y mayores logros, pero, también, es fundamento de esperanza de cambio y progreso.
En tan pocos años transcurridos de la historia de la humanidad, son inmensos los avances que, fruto de la creatividad, se han logrado.
¡Qué distintos somos hoy de los que éramos ayer! ¡Cuánto avanza la humanidad a través del tiempo y como, de manera más que exponencial, pareciera que, a medida que pasan los años, se aumenta la capacidad de crear! Cada generación, envejece admirada de la capacidad creativa que tiene la que le seguirá. A veces, nos aterra tanta capacidad para hacer y proponer cosas tan maravillosas.
Pero, también, es cierto que, no todo lo que se crea, las personas, lo utilizan para bien.
Tenemos mucha habilidad para hace mal, si así nos lo proponemos. Esto se debe a la libertad con que hemos sido creados. Podemos escoger qué hacer con nuestras vidas y para qué usar el producto de nuestra imaginación creativa.
Ello determinará nuestro futuro y la forma como seremos apreciados y recordados.
No desperdiciemos esa creatividad de la que hemos sido dotados y llevémosla por el camino que marcan las virtudes. Ese camino que nos conduce a la paz que, en el interior, tanto necesitamos, para, de esta manera, poderla proyectar a la sociedad a la que pertenecemos y a la cual nos debemos.
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