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En Colombia no tendremos paz, sin la participación de la ciudadanía en el proceso. Pero, esta participación, no es solamente en sentido político, como se ha venido planteado, sin querer decir que ello no sea necesario. Es en el orden de los espíritus que, apasionados por los carismas perversos de algunos de sus líderes, no conciben alternativas distintas a la venganza y la aplicación de la ley del Talión (ojo por ojo, diente por diente).

 

La sociedad colombiana no ha querido entender que el desarme no es solamente de entrega de armas físicas. Ello no sirve para nada, sin el desarme de los espíritus. De otra manera, los bandoleros y el gobierno, pueden acordar procesos de paz que no conducen a nada, sin la participación activa de los ciudadanos. Se requieren propósitos de reconciliación efectiva, sin el ánimo pendenciero y revanchista que, por tantos años, ha carcomido la cultura nacional; que han generado odios irreconciliables, animados por los deseos sanguinarios, de muchos ciudadanos, que se concretan en grupos armados que se encargan de llevar a la práctica lo que en los círculos sociales se comenta; con un espíritu anticristiano del que estaría orgulloso el mayor de los comandos de los miembros de ISIS.

 

¡No habrá paz, si no desarmamos los espíritus! Esta es tarea de todos y cada uno. Empieza por la determinación personal de compartir los principios que pregona el Papa Francisco. Es lo que nos ha propuesto como el año de la Misericordia.

 

Qué bueno recordar la imagen de Cristo crucificado: perdonando a sus asesinos, allí presentes, dispuestos a rifarse las vestiduras del Sacrificado.

 

El problema es cultural. Venimos de ancestros cuyas vidas se debatieron en medio de ignorancia y barbarie. Así algunos hubieran logrado superar este lastre que nos agobia y le hayan dado honor internacional a Colombia. La mayoría, se destacan por robarse al erario público – en los negocios y en sus reponsabilidades con el Estado-. Esto es robar al hermano. Otros, desde las altas cortes y desde puestos destacados del Estado, se han enquistado allí, para defender sus patrimonios mal habidos y seguir enriqueciéndose con el producto de sus fechorías, respaldados por políticos corruptos que los apoyan y por una ciudadanía que, en general, aprecia y rinde tributo al que más tiene y no al que más sabe o mejor sirve a su prójimo.

 

Todo porque nuestros valores, como producto de nuestra ignorancia y pésima educación, se han trastocado hasta las raíces.

 

Prima la cultura del traqueto y el matón que, ante la autoridad, se expresa con el conocido «Usted no sabe quién soy yo». Expresión típica de esa sociedad que se camufla bajo la amenaza y la soberbia que apabulla al otro y lo desprecia, por no ser tan «avispado» como se debe, para destacarse, en medio de este fango social que nos asfixia.

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