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Organizada la residencia en Barranquilla, en el hotel Dan, después de haber negociado un canje muy conveniente para el periódico, con el administrador del hotel, Wiliam Mackensy, se dispuso de una oficina modesta, pero muy funcional, en El Heraldo; ella permitía, al nuevo gerente, mantener comunicación rápida y personal con el director del periódico, los dos socios que desempeñaban, hasta ese día, la función de gerentes, y la planta de producción del periódico.

La entrega de funciones por parte de Manuel de La Rosa y Alberto Mario Pumarejo, fue cordial y muy expedita. Sus consejos y recomendaciones siempre fueron movidas por el interés de dar un cambio organizacional hacia la modernización que los nuevos tiempos exigían, en la parte de impresión, pero también, el proceso de preprensa, con los nuevos sistemas de impresión digital de planchas, la fotografía digital y las herramientas de sistemas de información que facilitarían la labor periodística e investigativa.

Los temas de mercadeo exigían un cubrimiento cada vez más cuidadoso, considerando la penetration del periódico el Tiempo, con su edición impresa para la costa caribe.

El lector de El Heraldo, gracias a la calidad periodística y el buen manejo de las crónicas del periódico, marcaba siempre como el de mayor fidelidad lectora, entre los diferentes periódicos regiones del país. Sin embargo, la voracidad expansiva que, por aquellos años desplegaba El Tiempo, para lograr, realmente, un cubrimiento nacional, con un respaldo económico que todos los periódicos regionales envidiábamos, nos ponía sobre aviso para afrontar estrategias de cubrimiento regional que blindaran toda el área de influencia de El Heraldo. Ello implicaba los puntos de venta, las suscripciones y, tal vez, lo más importante: los voceadores de prensa que lograban buena parte de su sustento, en medio de las condiciones precarias de pobreza en que ellos se debatían, sin sentir la solidaridad de una pequeña parte de la sociedad acomodada e indiferente.

Ese grupo de voceadores que, día a día, salían con el arrume de periódicos debajo del brazo, siempre antes del amanecer, eran buena parte de la fuerza de ventas que se partía la espalda por vender todos los días el periódico, por todos los rincones de la ciudad. A ella se le debía mucho y así lo entendía Juan B. Fernández Renowitzky director del periódico, cuando discutíamos, después de una presión muy grande de los voceadores, sobre la necesidad de aumentarles la comisión por venta. Decisión que nos criticaron todos los periódicos nacionales que no compartían esta idea. Eso significó un compromiso mayor de este gremio con EL Heraldo y marcó un factor de diferenciación en el canal de distribución que se afilió, aun más, al periódico y no contribuyó, con la misma intensidad, a vocear el diario el Tiempo que, por compromisos nacionales, no podía cambiar la comisión de venta a sus voceadores.

Otro de los factores de diferenciación que tenían los periódicos regionales era la producción de revistas que eran comunes para todos los que estábamos unidos por medio de Periódicos Asociados, que era el gremio que aglutinaba a los periódicos más importantes de todas la regimes del país distintas de Bogotá. Sin embargo, unas revistas genéricas, por ser aplicables a todos los periódicos por igual, disminuían la identidad regional que considerábamos muy importante para diferenciar a El Heraldo de la agresiva penetración de El Tiempo. De común acuerdo con el director, nos desligamos del compromiso, y decidimos producir nuestra propias revistas con sabor costeño. Eso fue otro hit que llevó la circulación a aumentar significativamente. Ya en Navidad no aparecían las modelos de las revista en las portadas con abrigos y bufandas de invierno, sino con la costeñidad destilando en todas sus pintas, donde el sombrero voltiado y la piel canela se mostraban en toda su extensión.

Por último, una alianza con el SENA y sus clases de costura, nos permitió circular agresivamente el domingo, día en que la presencia el periódico, sin saber por qué, era prácticamente nula. Hablando con el director, en unas tertulias que yo personalmente gozaba por la infinidad de anécdotas que contaba, en medio de ese realismo mágico que contagia la narración de todos los costeños, que permite revolver la realidad con la fantasía, haciendo definitivamente la vida más llevadera; se nos ocurrió educar y formar a las mujeres del pueblo de Barranquilla, generándoles una oportunidad de empleo.

Contagiado por la conversación le dije, en medio de esa espontaneidad costeña que empezaba a contagiarme: ¡oye, Juan B., enseñémosle a coser a todas la mujeres de Barranquilla.

Juan B estaba consumiendo un whisky con hielo. Casi se le atraganta el hielo que se le metió a la boca, debido a la sorpresa que la causaba lo que yo le había dicho.

Me respondió con una mirada inquisidora a la vez que sorprendida: Oye cachaco, ¿te has vuelto loco? ¡Este clima te está afectando! ¿Donde voy a meter, dentro de las cuatro paredes del periódico, tanta vieja?

Yo le respondí: No, no es dentro del edificio del periódico, ¡es dentro de las páginas! …,y le conté que había hablado con la dirección del SENA y que estaban dispuestos a financiar el proyecto.

Ellos tenían todos los fascículos con los que daban sus clases y les interesaba capacitar gente. Nosotros, teníamos el medio que llegaba a la casa de cada señora. Podríamos empaquetarlo en el periódico y distribuirlo ordenadamente cada fin de semana. Entregaríamos un fascículo de costura cada domingo, empezando por enseñar a manejar la agujas, los hilos y las tijeras, hasta llegar a los diseños más sofisticados. El SENA estaba en condición de evaluar los aprendizajes y graduar un grupo de señoras periódicamente de conformidad con el nivel alcanzado. ¡Y ya!, como dicen en la costa!

Juan B., me contestó: Cachaco, esa idea es enorme, ¡la vamos a sacar del estadio! Empecemos ya con esa vaina, no le demos más vueltas.

Yo le dije: hay que hablar con la junta. Y él me respondió: ¡manda cáscara! La junta no nos va a echar por hacer, sino por no hacer, dale ya con esa vaina.

A los pocos meses, el domingo, ya se había vuelto el día de mayor circulación, pero había sucedido otro fenómeno no esperado. El periódico, que era considerado un instrumento masculino de lectura, empezaba a ser leído por un número muy importante de mujeres, lo que llevó a ampliar el radio de acción del mismo, logrando satisfacer todos los deseos de lectura de la mujer costeña que, a otros niveles, se sentían atendidas con las revistas que magistralmente entregaba cada semana con el periódico, Margarita McCausland.

La relación de los socios entre sí no era fácil. El director era excesivamente crítico con la gestión de los gerentes socios. Relación que se hacia más difícil en la medida en que Juan B. y Manuel, a mi llegada, llevaban muchos años sin hablarse. Trabajaban en el mismo edificio, estaban en el mismo negocio, eran hijos de los socios fundadores que fueron muy amigos entre sí; sus familias pertenecían a la misma clase social, pero nunca se dirigían la palabra. ¡Increíble, pero cierto!

Alguna vez le pregunté a Manuel cómo era posible que hubieran llegado a ese grado de incomunicación.

¿En los últimos diez años nunca se han dicho nada? Le pregunté. Y él, después de pensarlo suficientemente y con la mirada como perdida en el horizonte, me dijo: ¡hombe…, si! Fue una vez que caía un aguacero muy fuerte; yo salía por la puerta principal del periódico y Juan B. entraba con mucho afán, completamente lavado por la lluvia. Cómo yo llevaba el mismo afán, pero en sentido contrario, ninguno sabía por dónde coger, pues la puerta era muy estrecha. El me dijo, con cara molesta: ¡ay, hombe…!. Yo le dije, seguramente con una cara igual: ¡aja…! Esas son las únicas palabras que nos hemos cruzado en más de 10 años.

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