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Llegar a Barranquilla me causaba mucha ansiedad. El trabajo en el periódico El Heraldo era un reto que enfrentaba seguro, en la medida en que los desafíos en el periódico El País de Cali, me habían afirmado como un buen administrador de periódicos y contaba con la confianza de las familias accionistas para hacer las transformaciones que ellos y yo nos habíamos propuesto.

La ciudad se mostraba amigable, por su arquitectura republicana que se evidenciaba en la zona del El Prado, donde había decidido hospedarme. Sin embargo, como en todas las ciudades, la mayor extensión de la ciudad estaba marcada por la pobreza que se hacía muy evidente por la forma miserable como vivían la mayoría de sus habitantes en los barrios pobres y obreros. Había dos culturas: una reflejaba la abundancia económica y la prosperidad y, la otra, la miseria de una población mayoritaria que parecía resignada a su situación ante la falta de oportunidades y el desinterés que por ella mostraba la otra parte de la sociedad. Era tanta la miseria que quienes hacían parte de ella como que resignadamente había aceptado sus circunstancias y lo que yo consideraba más grave, estaban resignados a ella. Era como si hubieran perdido la esperanza.

El costeño de la costa caribe colombiana, contrastaba dramáticamente con el costeño de la costa pacífica que también había conocido por mi vinculación al Valle del Cauca. Mientras este, en su cultura, lamentaba su situación y la denunciaba abiertamente en su folclore, el costeño caribeño, buscaba la manera de sacarle fruto a su situación, con un alegría y despreocupación que alimentaba con sus cantos alegres y una buena dosis de ron que animaba sus fiestas que eran contagiosamente alegres.

La sociedad más pudiente, como en todas las sociedades en Colombia, estaba conformada por un grupo muy minoritario de familias que, en sus reuniones sociales, vivía en un esplendor arquitectónico y social muy diferente. Eran familias muy cultas. Muchas de ellas, formadas en universidades de Estados Unidos. Punto de mira al que estaban enfocados. Muchos de ellos, conocían muy bien la sociedad estadounidense y hasta los trazos importantes de la ciudad mostraban espacios muy amplios y una arquitectura que mezclaba la concepción republicana de las familias tradicionales y la modernidad que imponían las familias emergentes en la mitad del siglo pasado, con construcciones modernas y espaciosas, al mejor estilo de las de las ciudades norte americanas.

Esta tendencia de mirar a Norte América, más que hacia su propia ciudad, alimentaba las diferencias económicas y la despreocupación de sus ciudadanos pudientes por sacar de su pobre estado a la mayoría de la población.

Me causaba impresión conocer familias muy acaudaladas y cultas de la ciudad que no mostraban interés por conocer a Bogotá, sus intereses se centraban en La Florida estadounidense y más allá.

No era culpa de ellas, obviamente, era producto de un centralismo cachaco al que poco le ha interesado lo que pasa más allá de la frontera de Bogotá como centro del poder económico y político nacional. No me cabe dudad de que este fue un factor determinante en la independencia de Panamá, a principios del siglo pasado, y la pérdida de una inmensidad marítima como la que perdió Colombia con Nicaragua a principios de este siglo XXI.

Todo este ambiente hacía que La Arenosa se hubiera descuidado en el desarrollo de su infraestructura, al punto que no había alcantarillado que pudiera encausar la aguas lluvias y el invierno producía todo un delta de aguas que corrían al río Magdalena sin control, por encima de calles y avenidas, provocando desastres que anegaban las viviendas de los barrios bajos, habitados por gente muy pobre que, año tras año, tenía que reconstruir sus viviendas anegadas por estos aguaceros que se encargaban de recordarles su situación de abandono en que esta sociedad los mantenía.

Era esta la ciudad a la que llegaba y que, con estas primeras impresiones, me generaba prevención y expectativas muy encontradas, imposibles de definir en esos primeros momentos.

En próxima entrega: el inicio de un trabajo apasionante con accionistas del periódico El Heraldo que me confiaron, con desprendimiento y sin prevención, sus dificultades societarias y me recibieron en sus familias con cariño y afecto. A partir de esta experiencia, la concepción del negocio, por parte de los accionistas, y su modernización, marcó un hito que le ha permitido, después de tantos años, seguir siendo lo que siempre ha sido: el periódico líder de la costa caribeña de Colombia, pero, además, un ejemplo de gestión que ha sabido palear con inteligencia las épocas de modernización en el mundo digital que ha puesto en riesgo el negocio editorial impreso, pero que El Heraldo, fiel a sus principios, ha sabido defender con éxito, lo que le hace un referente a observar en estos nuevos tiempos de la cuarta revolución industrial de las organizaciones.

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