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UNA LECCIÓN DE VIDA MUY A TENER EN CUENTA
Jorge Yarce

Los trotes en los que andábamos hace cuatro años cuando el cáncer atacó a Jairo A Trujillo Amaya, no nos podían permitir presagiar –ni mucho menos- que ese mismo tiempo después estaríamos aquí un grupo de sus amigos celebrando la publicación de su libro: “ME ATACÓ EL CÁNCER. ¡GRACIAS A DIOS!” Sólo Dios sabe por qué y para qué estamos hoy aquí, cuando las cosas que veníamos venir entonces eran inevitables a los ojos humanos. La vieja lección de que “para Dios no hay nada imposible”, está puesta en evidencia una vez más.

Como escribí en la Presentación del libro, Jairo me dio tan inoportuna noticia un día en nuestras oficinas del Instituto Latinoamericano de Liderazgo y lo primero que pensé es que una persona de la vitalidad de Jairo no se podía morir. Pero ustedes me entienden: no porque físicamente fuera imposible, sino porque cuando alguien se muere –es una idea de Unamuno- en realidad “se nos muere” y eso es lo que en aquel momento resultaba inoportuno porque Jairo y yo nos habíamos reencontrado después de varios años y ahora trabajábamos juntos y la cosa apenas empezaba a caminar. No podía ser, fue mi reacción inicial.

Pero también me acordaba en ese momento –y luego se lo comenté a él y a María Clemencia en momentos críticos- de unas palabras que le escuché alguna vez a San Josemaría Escrivá, a raíz de la muerte de una persona cercana: Dios no es un cazador furtivo que anda buscando la presa para darle el tiro de gracia en el momento más inesperado, sino que es un jardinero –un padre amoroso- que arranca la flor en su mejor momento, que llama hacia a sí a las personas cuando las considera maduras para el premio. Es consuelo siempre válido, pero especialmente en aquel trance que vivía Jairo.

Porque, por otra parte, Jairo no necesitaba lecciones ante la muerte cercana puesto que tenía muchas ganas de vivir y era una persona de fe, de tal manera que estaba dispuesto a arrancar a Dios la gracia de seguir en pie y estaba dispuesto a luchar con la enfermedad a brazo partido, con una entereza que no le llegó de golpe sino que fue construyendo como quien levanta un dique frente a la oleada turbulenta que se le echa encima. Y vaya si lo logró. En este libro nos cuenta algunos de esos pasos, pero pueden estar seguros de que hay cosas que no cuenta por pudor interior pero que se entrevén a través de lo que sí cuenta.

Desde que San Agustín escribió sus Confesiones, el primer diario íntimo que la literatura del mundo conoce, en el que narra la desgarradora lucha interior del hombre y su angustia existencial ante la vida y la muerte, ante la nada o ante Dios, las personas sentimos ese atractivo profundo de un escritor cuando deambula por los vericuetos de la propia intimidad tratando de describir lo que, de alguna manera, escapa inefablemente a la letra misma.

En uno de los primeros capítulos de sus Confesiones Agustín narra el estado de su alma ante la muerte del amigo íntimo y dice que se debatía entre querer morir para estar con la mitad de sí mismo que había muerto y querer vivir para que no muriera del todo la otra mitad de si mismo. Algo parecido es el estado de alma que nos revela Jairo a través de las páginas testimoniales de su pequeño pero sugerente libro. Está dispuesto a lo que Dios le pida, después de la rebelión inicial, pero no escatima esfuerzos por continuar la tarea de tejas abajo.

Al dolor y al sufrimiento humano cabe aplicar aquello que Lope de vega decía del amor humano: “El que lo probó lo sabe”. Ahí no hay escuela a distancia ni teoría que valga. Podemos tener conocimientos que nos ayuden a entenderlo pero la vivencia es la única escuela en la que se aprueba o se pierde la materia, especialmente si se trata de una situación como la experimentada por Jairo con el cáncer. Y es una materia para autodidáctas que se la juegan toda. No solos, porque no somos solos, ni vivimos solos, ni nos salvamos o perdemos solos. El primer Robinson Crusoe sólo existía en la mente de su creador, y los demás son remedos plenos de acompañamientos tecnológicos y rodeados de curiosidad farandulera.

Un poeta español del siglo XIX, Ricardo León, dijo algo muy bello que tengo grabado en mi alma desde hace muchos años: “Dentro del dolor está la verdad, como está el agua en la entraña viva de la roca”. Pero hay que horadar esa roca para sacar la verdad. La lección del dolor y del sufrimiento es parte del currículo fundamental para avanzar en la empresa de ser persona, pero no para evitarlo sino para aceptarlo como escuela de vida.

“La enseñanza sobre el dolor no es un programa de consuelos fáciles- escribió Josemaría Escrivá-. Es, en primer término, una doctrina de aceptación de ese padecimiento que es de hecho inseparable de toda vida humana…El dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque nos cuesta entenderla” (Es Cristo que pasa)

Ese proceso es el que personas como Jairo han afrontado dispuestos a dejarse la vida a jirones en el empeño. Pero él lo logró y lo revivimos a través de su epopeya personal descrita con sinceridad y con afán de contagiar a otros que viven el mismo trance, de esa esperanza que resuman sus páginas, de esa fe que fue renaciendo como lo hace el fuego auténtico de una hoguera en apariencia apagada.

Desde el instante de recibir la noticia tremenda hasta el instante de recibir la noticia consoladora de la curación, corre un mismo hilo conductor: la lucha por “entrar con los ojos despiertos” en la muerte, es decir, por recuperar el sentido de la vida, por tender la propia mano para coger la que ya le ha tendido Dios. No hay nada extraordinario en ello. Sólo lo ordinario de poner de verdad los pies en la tierra para poder mirar bien al cielo sin trastabillar ni desorientarse.

El mismo San Agustín antes citado nos recuerda que un corazón desorientado es una fábrica de fantasmas. Jairo nos evidencia que lo primero que hizo fue constatar y apartar de su vida los fantasmas del fracaso, del éxito centrado en lo económico, del subir por subir, de las amistades interesadas, del temor a Dios –no como amor del hijo que sabe que desperdicia la herencia-, del aferrarse al equipaje de aquí abajo.

Interiormente el autor, al final de su odisea ante el cáncer podía haber repetido gozosamente el anhelo expresado poéticamente por Antonio Machado así:

Y cuando llegue
la hora del último viaje,
y esté al partir la nave
que nunca ha de tornar,
me encontrarás a bordo,
ligero de equipaje,
casi desnudo, como
los hijos de la mar

El autor, como cualquier otro mortal, partió de la rebeldía inicial, casi inevitable: ¿“Por qué yo”? Su inicial respuesta racionalista, recogida en el diálogo con María Clemencia para dilucidar la situación, en lugar de arreglarle algo lo confunde más. “No estaba, dice él, para asumir con inteligencia espiritual esta situación”. Interesante manera de llamar ese ejercicio de la que es tenida siempre como principal dotación del ser humano, la inteligencia.

Jairo adivinaba que no era la razón la que había de dar razón de sus circunstancias. Esa razón le trascendía y acudiría a él en medio de la búsqueda. Como fruto de un don, no como fruto de una construcción ladrillo a ladrillo controlada por el hombre.

Ahí estaba el hombre con un magíster en planeación estratégica tratando de poner en orden las cosas, de establecer prioridades y evitar “los traumas de tipo práctico” como dice él mismo en su relato. Cuántas veces se nos va la vida en esos trámites mientras los temas gruesos de la existencia están aplazados indolente e indoloramente.

“Quod differtur, non auffertur”: lo que se aplaza no se suprime, decían los latinos. Está ahí, al acecho, esperando la solución adecuada, la razón, no las razones: “Empezaba a palpar, en carne propia, la realidad de un proceso que, aún estando propicio a iniciarlo, me negaba a aceptar” concluye Jairo en esa primera etapa.

La respuesta llegaría a través de muchas circunstancias, casi siempre menudas, de esa evolución de la enfermedad y del cambio de actitud del protagonista, además de la ayuda de fuera, que no faltaba y era abundante: de arriba y de abajo. Una de ellas la de ese Cristo de mi oficina, con el cual -en determinado momento- se enfrentó solo: “Su rostro ensangrentado reflejaba la angustia producida por la trascendencia del momento, pero sus palabras, que recordé en medio de la admiración que sentía al contemplarlo, frente a frente, me hicieron ver que la muerte tenía sentido cuando era consecuencia del plan divino, al cual la humanidad estaba ligada para su propia redención y proyección sobrenatural”.

Nuestro hombre ya está en otra tónica. Ha superado la barrera que le impedía ver y se ha adentrado en el mundo de las únicas posibles soluciones para su drama. Por cierto, los griegos asistían al drama para purificarse y a la tragedia para comprobar cómo acaban de mal las cosas cuando a pesar de la purificación, el destino, los dioses o el descarrío de la voluntad humana aman más las sombras de la muerte. Tan distinto de la visión cristiana de la vida, donde el único drama auténtico es el del Calvario y de él sale la Vida verdadera. Todo lo que se una a ese drama adquiere perspectivas diferentes, es camino de salvación. Creo que eso fue lo que entendió Jairo en determinado momento y procuró hacerlo vida y ser coherente con ello, así las cosas pudieran llegar a ser definitivas.

Hay dos aspectos que yo quisiera destacar en ese proceso que el autor nos describe a lo largo del libro: de un lado la conciencia de que somos espíritus trajinantes, que estamos en manos de nuestra libertad: “porque es consustancial a la humanidad –nos dice Jairo-merecer en la medida en que los logros que alcanzamos nos realizan como personas, pero igualmente, engrandecen nuestra condición humana como producto del buen uso de nuestra libertad de elegir”.

La enfermedad no nos quita la libertad, aunque nos meta por los caminos de la incertidumbre, de los temores, del sufrimiento, hasta de la angustia y la desesperación. Ahí está el punto clave de inflexión para vivir el drama con la novedad que da el sentido cristiano de la vida: acercarlo a la Cruz como instrumento de salvación, también personal.

Y de otro lado descubrir esa otra verdad que está en la entraña viva de la roca, siguiendo el verso de Ricardo León: la paz interior y la alegría de dar sin esperar recibir, que va llegando en medio del sufrimiento. De ahí surge todo lo demás que va dando fortaleza a los días y a las tribulaciones del cuerpo y del alma.

Cuando parecía que Jairo había coronado su proceso, llegó la pataleta final, las patadas de ahogado propias de la condición humana, expresadas por el autor con tremenda sinceridad. Cuando creía que ya estaba al otro lado del problema, surge la cáscara que lo hace resbalar y echar para atrás: el descalabro económico total: “¿Si me has dado la vida, por qué me quitas los medios para poderla sobrellevar?”, “Para qué sirve la vida sin recursos para poderla vivir?”

Habiendo descubierto la razón, de pronto se imponen las razones. Así es la condición humana. Pero Jairo, que había vencido al cáncer, también venció esas razones y supo darse cuenta de la inoportunidad de esa pregunta con ligeros atisbos de blasfemia. Grandeza y miseria, luz y sombra, incertidumbre y riesgo, certeza y temor, apego y abandono, amor y dolor, todas ellas amalgamas que nos acompañan siempre y que hay que disolver con “inteligencia espiritual”. Se trata de entender, como bellamente lo expresa el autor en medio de su experiencia intransferible: “que recorremos una agreste ruta por este mundo para llegar a un estadio sobrenatural que, correctamente transitado, nos conduce a Dios, nos da la fortaleza para culminar con éxito esta aventura que llamamos vida”.
“Nada que indique contradicción cae bajo el entendimiento de Dios” nos dice la Suma Teológica. Y el dolor no es contradicción y menos en Dios. Es como la muerte, parte de la vida, no una cláusula restrictiva a un contrato entre criatura y Creador. Dios ama al hombre y en ese amor hay una sorprendente verdad. Es ese amor prodigioso el único capaz de conciliar todo lo que ocurre en la existencia humana. Pero recordando claramente que el hombre no es el centro de su propia vida, entenderemos que debe recorrer un largo camino por él mismo para llegar a la comprensión del verdadero sentido del dolor.

En esta cultura actual preñada de consumismo y de materialismo, de descuido y olvido de las realidades esenciales, de abandono de la búsqueda de los bienes fundamentales, de falta de fe en Dios y tal vez de demasiada fe en lo humano, un testimonio como el de Jairo nos infunde un aliento espiritual que nos anima a pensar que vale la pena luchar contracorriente para transmitir un mensaje vivido a quienes vienen detrás: pasarles el testigo en la carrera de relevos con el mensaje claro de que cada uno de nosotros –como nos lo recuerda Elie Weisel “es una llave para el otro, sin la cual hay puertas que no se abrirán o puertas que no se cerrarán”.

Gracias Jairo por recordarnos que si nos aferramos al cuerpo y a la salud, los años lo engullen todo, como Cronos, ese terrible dios del Olimpo que devoraba a sus hijos recién nacidos. O miramos hacia adelante y hacia arriba con ilusión y esperanza o miramos atrás y nos arrastramos en la nebulosa de los fracasos y desilusiones.

Gracias por recordarnos que hay que llenar las alforjas del alma y preparar nuestro corazón para la larga travesía de esa inevitable viajera de la noche que es la vejez, para que cuando llegue mantengamos el espíritu joven y el ánimo decidido para caminar con pie firme.

Gracias por refrescarnos con tu experiencia que en la enfermedad Dios no nos maneja como marionetas. Es mejor estar en las manos de Dios, cabalgando sobre las incertidumbres de la fe y no en el callejón sin salida del propio yo, sometidos al imperio de las exigencias de nuestro propio querer, que nunca se agotan porque siempre quiere más.

Gracias por invitarnos a no tener miedo al dolor: No le tengamos miedo al dolor que pasó ni al que pueda venir. “Sin dolor no se puede vivir el amor”, sin dolor no se puede conquistar la libertad, sin sufrimiento la alegría sería artificial y pasajera, no dejaría paz en el corazón. A ese corazón se le podría aplicar el antiguo canto de los juglares: “Corazón que no quiera sufrir dolores pase la vida entera libre de amores”

Gracias Jairo por ser tan buen testigo de vida vivida, de sufrimiento asumido con fe, y por reabrirnos con tu libro las puertas de la esperanza frente al dolor humano

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