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«No hay nadie más estúpido que aquel que cree que no puede haber nada más allá de lo que alcanza a comprender.» (Jairo A Trujillo Amaya)

Es la posición del que dice no creer en Dios, entendido como el principio y fin de todas las cosas. La causa suprema. La razón del ser. La ley primera y la guía que orienta el orden universal.
(Ver, Jesús Ortiz López, «Conocer a Dios», página 22, Editorial RIALP)

Es la negación de su propia dignidad como persona humana. Que es incapaz de entender su esencia, constituida por: cuerpo, mente y alma.

Cuerpo: que nos permite desempeñarnos ante todos los desafíos que la naturaleza nos impone, para que, con su conocimiento mediático, podamos superarlos.

Mente: que nos permite comprender ese mundo natural y, con base en su capacidad de abstracción, penetrar en el universo de las ideas y los conceptos, para crear y proponer los cambios que permiten cumplir el mandato divino de adminístralo y desarrollarlo para nuestro bien y el de todas sus criaturas.

Y, alma: que en un estadio muy superior a lo que es el cuerpo y la mente, nos permite percibir que existe un Dios, relacionarnos con Él y buscarlo, en medio de nuestras inmensas limitaciones, producto de nuestra imperfección natural. Es a través del alma que podemos establecer relación con Él, encontrar consuelo y llenarnos de esperanza en el que es la suma Verdad.

La negación de cualquiera de esas partes constitutivas de esta unidad, es la negación de nuestro propio yo.

No puede haber nada más frustrante, para una persona, que negarse a sí misma. Saber que existe pero negar su esencia (Leer el existencialismo de Kierkegaard, Heidegger, Sartre).

Esta persona piensa que es como un computador metido en un cuerpo que, cuando su capacidad de almacenamiento se llena, ya no funciona más. Justifica su incapacidad cognitiva, negando lo que ya no puede comprender. Si el hombre fuera eso, estaríamos aún en la Edad de Piedra, por nuestra incapacidad de vencer paradigmas, soñar, realizar los sueños y tener la esperanza de lograr un mundo mejor. Es la frustración permanente del ser.

Es hacia allá, a donde aquellos que no comprenden, nos pretenden llevar. Como su capacidad de comprensión no da más, pretenden que nadie explore más allá de sus límites ya conocidos.

Pretenden eliminar de la sociedad toda persona que los supere en conocimiento, porque no lo entienden y, a través de sus leyes estrechas, tratan de eliminar el campo de acción de aquellos que quieren expandir su libertad por encima de los linderos que ellos mismos establezcan.

Su situación es similar a la de un bebé que se encuentra en el vientre materno y se niega a pensar que pueda haber algo diferente a lo que percibe hasta los límites de su placenta. Este bebé, percibe sensaciones del exterior, al sentir, de alguna manera aún no explicada, el comportamiento de sus padres con él y de ellos entre si. Esos sentimientos, determinan, de manera importante, el futuro de ese ser maravilloso.

Ese bebé, al momento del parto, seguramente, siente que muere, que todo se acaba, pero, milagrosamente, nace a una nueva vida, abandonando esa placenta que lo contenía. Una vida que nunca imaginó, pero que si percibió desde el interior del vientre de su madre.

Algo similar nos sucederá cuando abandonemos este mundo. Dejaremos atrás nuestro cuerpo, como antes abandonamos la placenta; y entraremos en la infinidad de Dios.

Ese Dios que percibimos, pero que, por su maravillosa inmensidad, nunca alcanzamos a comprender, hasta que trascendemos a Él, después de nuestro paso por este mundo.

“Saber que existe Aquel que me acompaña incluso en la muerte y que con su «vara y su cayado me sosiega», de modo que «nada temo» (cf. Sal 23 [22],4), era la nueva «esperanza» que brotaba en la vida de los creyentes.” (Benedicto XVI, «Spe Salvi»)

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