La pascua de los judíos era, en aquellos tiempos de Jesús, motivo de alegría y celebración. Era la conmemoración de la liberación del pueblo judío de manos de los egipcios, en los tiempos de Moisés. Algo así como la celebración del día de la independencia, para cualquier pueblo del mundo. Pero, era una liberación que se había conseguido, por la mano de Dios, que cuidaba de su pueblo. Un pueblo sufrido y pecador, como todos los pueblos, pero con una fe, que le permitía lograr el favor de Dios para su esperada independencia.
En todos los rincones de Jerusalén, ese día, los hogares estaban reunidos en familia en una fiesta de celebración en la que se daba gracias a Dios, considerando los rituales de acuerdo a los primeros mandatos divinos, dados a través de Moisés a su pueblo, para asegurar su liberación.
Jesus, con los suyos, estaba recogido para esta misma celebración con respeto por las costumbres de su pueblo y los mandatos de su Padre. Estaba en una casa de algún amigo que había facilitado el segundo piso de la vivienda para esta reunión.
Ninguno de los asistentes esperaba ver algo distinto de lo que eran las costumbres tradicionales de Israel.
Pero, todo tomó un giro inesperado cuando Jesús empezó a partir el pan, diciendo algo incomprensible para todos los asistentes: “TOMAD Y COMED TODOS DE ÉL, PORQUE ESTO ES MI CUERPO, QUE SERÁ ENTREGADO POR VOSOTROS.” Del mismo modo, terminada la cena, tomó la copa con el vino, lo bendijo y lo dio a sus discípulos diciendo: “TOMAD Y BEBED TODOS DE ÉL, PORQUE ÉSTE ES EL CÁLIZ DE MI SANGRE DE LA ALIANZA NUEVA Y ETERNA QUE SERÁ DERRAMADA POR VOSOTROS Y POR MUCHOS, PARA EL PERDÓN DE LOS PECADOS, HACED ESTO EN CONMEMORACIÓN MIA”
El hijo de Dios, no solamente se había hecho hombre, sino que es el nuevo cordero que, en esta pascua, se ofrece por sus discípulos y por muchos, para el perdón de los pecados.
Dios permanece, desde ese momento, en la Eucaristía para ser alimento de todas las personas que le siguen y permanecer así en cada uno, por los siglos de los siglos.
Pero, había también que indicar, claramente, a cada uno de los asistentes, cómo era ese milagro de la permanencia de Dios en el cuerpo y el alma de cada uno. ¿Qué esperaba Jesús de esta transformación que haría que Él se alojara dentro de sus discípulos y todos esos muchos más que lo recibieran en el sacramento que aquí se instituida de la Sagrada Eucaristía?
Era el mérito de ser cristiano (seguidor de Cristo), una vez recibida la Comunión. Había que ser servidor de los demás y, para ser servidor, no bastaba con hacer favores. Había que humillarse para bien servir, amando al prójimo como así mismo.
Eso es lo que hace Jesús en el rito del lavatorio de los pies. Pedro se resiste. No acepta que Jesús, su Maestro, se humille hasta tal punto; pero, Jesús, le advierte lo que significa esta acto de servicio humilde y lo convence de dejarse lavar los pies. Pedro, entonces, pide a Jesús, no solo lavar sus pies, sino también su cabeza y todo su ser.
El sacramento de la Comunión hace que Dios permanezca, no solamente a nuestro lado, donde siempre está esperándonos a que lo acojamos; sino dentro de nosotros, donde debe estar, si se lo permitimos.
Esta Semana Santa, es como todas las que celebramos y, si Dios permite, celebraremos en el futuro, la expresión más real y sustancial del contenido de nuestra fe. Un momento histórico reconocido por todos los historiadores que sobre Cristo han escrito —que no son pocos—, que muestra la Verdad de Dios y los principios que dan cimiento y soporte a lo que somos y en lo que creemos como cristianos.
!Bendito seas, Jesús!
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