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Un segundo intento de empleo, en mis épocas de estudiante, se presentó cuando mi padre José María Trujillo Arango, era gerente de una sucursal del banco de Bogotá en la carrera 7a con calle 23. Era, tal vez, la sucursal más importante de este banco en el país y manejaba las cuentas de las empresas y comercios más importantes de Bogotá, que se concentraban, por aquellos tiempos, en lo que era el centro, no solamente histórico de la ciudad, sino, además, su centro financiero y comercial. Mi padre, había hecho una carrera muy destacada en aquella institución, empezando desde secretario y auxiliar bancario, en posiciones de bajo rango, hasta llegar a este nivel, del cual, todos en casa nos sentíamos muy orgullosos.

Sus relaciones con los clientes eran muy buenas y, especialmente, con los directivos de la Organización Corona, emporio empresarial de la industria cerámica que, a fines del Siglo XIX, nacía en el municipio de Caldas Antioquia y que, gracias al empuje pionero de la familia Echavarría, años después, con persistencia y un gran sentido empresarial, se pudo consolidar como una industria multinacional, de la cual debemos estar orgullosos todos los colombianos.

Pues bien, esta relación de mi padre con los más importantes ejecutivos de esta empresa, se daba, debido a que, en el mismo edificio en que estaba la sucursal bancaria que manejaba mi padre, estaban las oficinas de la dirección general del la Organización Corona.

Fue así como, mi padre, logró que me dieran la oportunidad de trabajar como estudiante en práctica en vacaciones, en GRIVAL, Grifos y Válvulas S.A, empresa de la Organización Corona, que me brindaría la oportunidad de trabajar, como otra práctica en la que, ahora si, esperaba iniciar mi entrenamiento para mi vida profesional.

La empresa quedaba en un municipio cercano a Bogotá. Tenía que desplazarme en un bus ínter municipal, bastante viejo, que transportaba muchos campesinos de la región de Funza, que venían a vender sus productos a la capital del país. Compartía, en las bancas desvencijadas, con campesinos de todo tipo que, de manera despreocupada, se montaban en el bus, después de cargar sus bultos de productos agrícolas propios de la región, con atados de gallinas que cargaban sobre los hombros y que amarraban de sus patas para que no emprendieran vuelo. La travesía, la animaba el conductor con emisoras de radio, donde las noticias del día se mezclaban con canciones mexicanas en las que el protagonista más frecuente era Javier Solís.

Mis recuerdos se iban, en algunos momentos al campus de la Universidad de Los Andes, a la que debo, aunque parezca increíble, buena parte de mi formación humana. Mi interés por los pobres y desamparados nació en medio de este este ambiente. Fue maravilloso para mi, aunque me hubiera costado mi permanencia en ella, participar en su primero y único paro universitario, como producto de ese espíritu de solidaridad y preocupación por las injusticias sociales, adquirido gracias a profesores de las diferentes materias de humanidades que siempre recordaré: Rafael Maya, con sus clases de cultura griega, José de Recasens, maestro de Antropología, Fernando Cepeda, con sus ejercicios de política comparada, Abelardo Forero Benavides con su pasión por la cultura romana, y muchos más.

El bus en que me desplazaba llegaba a la plaza principal de Funza. Allí terminaba mi viaje y allí conocí la mejor tienda de colaciones y masato que hasta ahora hubiera podido probar.

La planta de GRIVAL quedaba a unos ochocientos metros de la plaza. Allí empezaría mi vida profesional. Una hermosa aventura que me permitió conocer y compartir con los empresarios y las personas de muchos sectores empresariales que fueron ejemplo de emprendimiento en el siglo pasado; que influyeron en mi, tanto como la universidad, y que contribuyeron a mi formación profesional, con base en las enseñanzas y las responsabilidades que me confiaron.

La narración que ahora inicio, es mi pequeño homenaje a esas personas e instituciones de las que me enorgullezco haber participado.

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