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Por: Carlos Laverde Rodríguez – Docente de la Facultad de Economía – Universidad Santo Tomás – Bogotá

Existe una economía que administra, jerarquiza y define nuestras emociones, como, por ejemplo, el odio. En los últimos meses ha crecido la percepción de inseguridad en el país y en la misma proporción se han elevado los casos de linchamientos y de odio que además se han vuelto virales. En uno de estos múltiples hechos, un ladrón intentó robar en un billar de Cúcuta y como respuesta fue golpeado y recibió disparos con el arma que portaba para el robo.

Posterior a esta dramática noticia, la familia del joven asesinado publicó una carta en la que expresaron su indignación y dolor por la reacción de celebración que este caso desató en las redes sociales. La carta reanimó el debate por el reclamo a quienes mataron al joven. Esta vez la discusión fue sobre la legitimidad de las reclamaciones de la familia.

 ¿Acaso puede la familia de un joven que cometió un delito reprochar, demandar y exigir justicia por la muerte de uno de sus integrantes que infringió las leyes? La sola pregunta, que es en el fondo es uno de los cuestionamientos en las redes sociales, asusta.

El linchamiento es una práctica social nada nueva en la historia de la humanidad, sin embargo, lo que la hace particular en este momento histórico es que ahora puede ser compartida y celebrada en redes sociales con gritos de guerra. Las redes sociales han creado una nueva tribuna que administra el valor de la vida, es una caja de resonancia de lo que en esta época vale y lo que no.

Estamos ante la administración del valor de la vida y ese es, justamente, el propósito de la mercantilización de casi todas las cosas en la economía: administrar y monopolizar aquellos recursos escasos y valiosos. Habrá quien acuse este argumento de economicismo, sin embargo, ¿cómo no entenderlo en una época en la que la fuerza del mercado cooptó hasta el valor de la vida?[1]

¿Por qué hay crímenes que generan más repugnancia que otros? Veámoslo en la evidencia. ¿Por qué el reciente escándalo de Centros Poblados que dejó desconectados a miles de zonas rurales, o cualquier otro delito de corrupción en el último año que reproducen la desigualdad y empeoran la vida de las personas no generó la misma respuesta de odio que la carta de la familia del joven linchado? En este caso es muy difícil sostener que el valor de la pena es proporcional al daño.

Lo cierto es que hay una jerarquización sobre cuáles son las vidas que más y menos valor tienen y, por tanto, no merecen ser lloradas, incluso celebradas como señal de triunfo que nos señala nuevamente quiénes si merecen vivir y bajo qué sistema de valores.

Si la unidad de representación del valor de las mercancías en Economía ha sido tradicionalmente el dinero, en el caso de los valores sociales transgredidos será la pena[2]. En este caso, si la magnitud de la pena está relacionada con las emociones ¿Cómo y por quién se administra y monopoliza lo que sentimos? Sin duda las redes sociales cumplen un papel central.

Lo cierto es que entre más alto el odio o agresión a la conciencia colectiva más alta la pena. En esta sociedad de mercado, la benevolencia, cómo señalaría Adam Smith no tiene lugar, porque prevalece la preocupación de nuestros propios intereses.

Lo engañoso y preocupante de esta fórmula es que, en medio de este debate, los comerciantes de las emociones, catapultados por las redes sociales, impulsan sus agendas sobre aquellos que han sido el centro del odio y la sospecha: los migrantes y los pobres. Todos ellos objetos de valor en este mercado de las emociones ¡Las acciones de odio están al alza!

 

[1] Este debate fue propuesto por Viviana Zelizer en su libro “El significado social del dinero” a propósito de entre otros temas el debate de los seguros de vida, traducido y publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2011.

[2] No hay que olvidar que, en particular, Gary Becker a finales de la década de los setenta publicó su famoso ensayo “Crime and Punishment: an Economic Approach” en el que sugiere que el delincuente realiza una evaluación del costo de oportunidad del delito.

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