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Por: Camilo González Chaparro *

 

El Acuerdo con Estados Unidos sobre bases militares en Colombia según el Consejo de Estado.

 

En su concepto previo sobre el Acuerdo relativo al uso de bases militares en Colombia por fuerzas de Estados Unidos, el Consejo de Estado manifestó inquietud sobre los efectos del convenio en la soberanía nacional (1). No obstante, esa inquietud del alto tribunal no pareció alcanzar resonancia en la opinión pública, tal como lo observó un destacado columnista al preguntarse poco después si habría todavía quién considerara el polémico convenio como “abdicación de soberanía”.(2) 

 

Es posible que algún grado de indiferencia popular hacia la cuestión de la soberanía obedeciera a la gratificante sensación de seguridad producida por la presencia del gran poder militar de Estados Unidos en por lo menos siete instalaciones estratégicas de la geografía nacional.

 

Una íntima preferencia por la seguridad sería algo comprensible en los colombianos, víctimas de una historia de terror, del miedo producto de la violencia, de los conflictos internos, del terrorismo, del para-militarismo, del narcotráfico (3), fenómenos que en conjunto han logrado hacer de Colombia “un país gobernado por el miedo”(4).

 

Al lado del miedo, cuyos efectos despiertan obviamente un gran anhelo de seguridad en los seres humanos (5), militan otros factores a favor del Acuerdo, como cierta simpatía hacia la relación amistosa con Estados Unidos, sentimiento que también se refleja en la política exterior del Estado colombiano.

 

Sin embargo, la buena disposición de ánimo no coincide exactamente en los dos países. La ausencia de reciprocidad es evidente en casos como el de la visa exigida a los colombianos y la correspondiente exención de que disfrutan los estadounidenses. El poder abrumador que ostentan los Estados Unidos podría explicar ese género de desigualdades y pudo haber sido el motivo que de tiempo atrás llevó al Estado colombiano a asumir con pragmatismo una especie de realpolitik en sus relaciones con la potencia, luego de sufrida la contundente separación de Panamá.

 

La actitud tradicional de la cancillería colombiana se encuentra expresa en la doctrina de la «Estrella Polar» (respice polum) también llamada doctrina Suárez en honor a su autor, don Marco Fidel Suárez, quien recomendó atender con prioridad la necesidad práctica de que el Gobierno de Colombia mirara siempre al norte, a fin de ceñir su política internacional a los lineamientos que mejor se avinieran con la política de los Estados Unidos.

 

La doctrina ha sido afortunada en su aplicación gracias a su eficacia utilitarista, aparte de revestir la importancia y a la vez el inconveniente de aparecer como la única política exterior conocida del Estado colombiano (6).

 

En el contexto descrito, mal podría sorprender que el Acuerdo fuera recibido con serena complacencia por la opinión pública colombiana en general, salvo escasas excepciones (7), mientras despertaba en cambio preocupación tanto en el Consejo de Estado como en otros países de la región. Al Consejo, según se anotó antes, le inquietó la cuestión de la soberanía del país en vista del contenido indefinido del Acuerdo y a los países de la región parecen haberles alarmado los efectos que podría acarrear la ejecución del nuevo pacto sobre su seguridad nacional y su posición estratégica.

 

En la presentación ante el Consejo de Estado, el Gobierno Nacional sostuvo que, como el nuevo Acuerdo no incorporaba obligaciones nuevas a cargo del Estado colombiano, de aquellas que pudieran considerarse ajenas a la órbita de competencia del Presidente de la República, en su condición de Director de la relaciones internacionales del país, no requería entonces aprobación del Congreso ni control automático de la Corte Constitucional.

 

Con ello el Gobierno significó que el Acuerdo en trámite se dirigía a ejecutar otros convenios previos de mayor envergadura citados expresamente, de modo que, a su juicio, el nuevo pacto caía dentro de la categoría de acuerdo simplificado o complementario; por lo cual no requería aprobación del Congreso ni revisión de la Corte Constitucional, sino que el mismo Gobierno podría suscribirlo y ponerlo en vigencia directamente en uso de la función directiva de las relaciones exteriores atribuida al Presidente.

 

El Consejo de Estado no compartió tal apreciación porque encontró que el Acuerdo no tenía relación ni era desarrollo ni ejecución de los tratados, convenios y acuerdos previos que invocaba el Gobierno, es decir, que el Acuerdo en estudio no tenía carácter de acuerdo simplificado o complementario, en contra de lo propuesto por el Gobierno.

 

Tampoco encontró que se tratara de un acuerdo complementario de otros tratados diferentes, no invocados por el Gobierno pero que, por versar sobre temas cercanos, fueron examinados de oficio por el Consejo en atención a que, por razón de su materia, eventualmente habrían podido servir como marco o fuente del nuevo Acuerdo.

 

Como consecuencia, al no ser clasificable el Acuerdo como simplificado ni como desarrollo de ningunas “obligaciones previamente establecidas”, las estipulaciones pactadas en su texto necesariamente resultaban ser nuevas y, por ende, ajenas a la órbita de competencia del Presidente como Director de las relaciones internacionales, a diferencia de lo afirmado por el Gobierno.

 

Al respecto, advirtió la Sala Plena que un acuerdo simplificado adquiría validez como tal en el ámbito interno siempre que fuera realmente un convenio de ejecución, cuyas estipulaciones se dirigieran al desarrollo o cumplimiento de un tratado marco previamente aprobado por una ley del Congreso.

 

Como resultaba evidente que el Acuerdo no poseía tales características, conceptuó el Consejo de Estado, debería entonces sometérsele a “las solemnidades propias de un Tratado Internacional”, incluyendo el “control democrático” por medio de la participación del Congreso y la revisión previa de la Corte Constitucional, recomendación que el gobierno no atendió por no ser obligatorio el concepto que la contenía.

 

Lo expuesto por la Sala Plena movería a pensar que la motivación jurídica aducida por el Gobierno en apoyo del Proyecto de Acuerdo habría incurrido en error al atribuirle un supuesto carácter de acuerdo complementario o simplificado, cuando realmente se trataba de un tratado internacional de aquellos cuya celebración exigía precisamente las solemnidades omitidas.(8) Así, sin perjuicio de la presunción de legalidad correspondiente, habría allí una primera falla en el proceso de adopción del Acuerdo.

 

En segundo lugar, se sigue de lo anterior que aquel error de motivación habría conducido a desviar la conducta gubernamental hacia el empleo, también erróneo, de facultades de dirección de las relaciones exteriores como instrumento ad hoc para la adopción simplificada de un tratado solemne, esto es, la adopción sin solemnidades de un tratado que en el ámbito interno requería el ritual de la participación del órgano legislativo y del órgano jurisdiccional, representado por la Corte Constitucional, ritual cuya omisión vendría a redundar, en términos técnicos, en un desvío de poder, consistente en el empleo de la función directiva de las relaciones exteriores para una finalidad no sólo diferente de la señalada en la normatividad superior sino elusiva de la función atribuida a otros órganos del poder público (9).

 

En tercer lugar, al carecer de la debida participación de los órganos legislativo y jurisdiccional, la actuación habría quedado viciada por falta de suficiente competencia en cabeza del órgano ejecutivo, es decir, por incompetencia del autor del acto para la obtención legítima del efecto deseado.

 

En conclusión, se desprende del concepto rendido por el Consejo de Estado que el Acuerdo mismo no sólo habría carecido del respaldo que le habría podido dar su origen en un tratado previo, del cual pudiera considerarse complementario, sino que, pese a habérsele denominado “simplificado” y a carecer de las solemnidades de rigor, su ambicioso contenido (10) lo habría convertido en lo opuesto, es decir: en un amplio tratado marco, capaz de generar múltiples nuevos acuerdos por sí solo, para los cuales bastaría de nuevo la firma del órgano ejecutivo del poder público.

(1) “Este procedimiento de redactar en blanco previsiones que tienen incidencia real en la Soberanía de la Nación, torna incierta la forma como el Estado acreditante participará con sus efectivos en nuestro territorio, no solo en número sino en áreas a disposición de los mismos”. Sala Plena, octubre 13 de 2009, CP Gustavo Eduardo Gómez Aranguren.

(2) Enrique Santos, ¿ Qué hacer con Hugo ?, El Tiempo, 8 de noviembre de 2009, p. 1-29

(3) William Ospina, Lo que no sabe ver la política, El Espectador.com, 5 diciembre 2009

(4) Ricardo Silva Romero, Odio, El Tiempo, 11 diciembre 2009, p. 1-25

(5) Corey Robin, El Miedo: Historia de una idea política, Fondo de Cultura Económica, México, D.F.,   2009.

(6) “Un paso necesario en la reorientación de la política exterior (colombiana) sería reconocer que los ojos estadounidenses están mirando ante todo hacia dentro, y a nivel mundial hacia lugares y problemas lejanos a Colombia. Lo cual exige crear alianzas distintas y agendas nuevas”, Arlene B. Tickner, El lugar de Estados Unidos en el mundo, ElEspectador.com, 22 diciembre 2009.

(7) Camilo González Posso, Un tratado militar vergonzoso, eltiempo.com, 15 noviembre 2009

(8) Dentro de un acto administrativo corriente se habría configurado un error en los motivos porque “no basta la existencia de un motivo para justificar el acto administrativo sino que éste debe ser real”, Consejo de Estado, Sección Segunda, Sentencia 13753, junio 26/97, MP C. A. Orjuela Góngora.

(9) Con diferencias específicas en cada caso, son bien conocidos otros hechos históricos que podrían involucrar desvío de poder en la dirección de las relaciones exteriores, tales como son: el obsequio del Tesoro Quimbaya por el Presidente de la República de Colombia a la regente española en 1893; el obsequio por el Presidente en ejercicio de los tres pectorales de oro de Machetá al papa León XIII, con motivo de sus bodas de oro episcopales, poco tiempo después, e igualmente la generosa expresión de “no objeción” ante la pretendida “soberanía” de Venezuela sobre el archipiélago de Los Monjes por el Ministro de Relaciones Exteriores de Colombia según nota diplomática de noviembre 22 de 1952.

(10) Dijo el alto tribunal:“La Sala advierte que el Proyecto de Acuerdo tanto en su objeto como en su contenido obligacional es muy amplio y desbalanceado para el País, aparte de que resulta susceptible de ser modificado por medio de Acuerdos de Implementación, enmiendas, Acuerdos futuros, etc. que en últimas podrían cambiar el contenido total del mismo”. Consejo de Estado, Sala Plena, octubre 13 de 2009, ibid.

 

 

*Camilo González Chaparro Abogado del Colegio Mayor del Rosario con estudios de especialización en Nueva York y Manchester, profesor universitario y consultor en temas jurídicos internacionales, administrativos y comerciales. gonzalocamilez@yahoo.com

 

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