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Dejé de publicar en este blog sobre mis experiencias profesionales hace ya varios meses, después de que narré cómo mi vida dio un giro de 180 grados, debido a la quiebra de mis negocios y al cáncer que me atacaría simultáneamente, en la que sería la peor época de mi vida y que narro en un libro que lancé en el 2001 en la Cámara de Comercio de Bogotá y que titulé: Me atacó el cáncer ¡Gracias a Dios!

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Todo ese mundo confuso en que caí después, me produjo una gran depresión. Sentía el dolor que producía la traición de aquellos que estuvieron cerca de mi y en quienes creí sinceramente, confiando, de manera estúpida, todo mi patrimonio.

Eran los principios del milenio. Corría el año 2001 cuando, gracias a la oportunidad que me brindaron amigos leales y comprometidos en ayudarme, terminé vinculado, de tiempo completo, a la academia en La Universidad de La Sabana.

Estaba en franca recuperación de mi enfermedad del cáncer, pero completamente quebrado. Fue así como llegué a esta universidad.

En toda mi vida profesional, en medio de los inmensos desafíos y oportunidades brindadas por la vida, cosa que agradezco enormemente; tuve también la gran felicidad de haber compartido mis experiencias profesionales y académicas con miles de estudiantes con los que tuve relaciones académicas y de amistad muy gratificantes, en varias universidades de prestigio en Bogotá.

Recuerdo, en especial, a mis alumnos del Colegio de Estudios Superiores de Administración CESA. Estando muy enfermo de cáncer, siempre seguí, con dedicación, dictando mis cátedras de marketing, gerencia estratégica y ética empresarial. Ellos me brindaron su aprecio incondicional. Alrededor de las 6 de la tarde, todos los dias, después de terminar mis clases, me desplazaba en mi carro, de la universidad a mi apartamento, en el norte de Bogotá. Era muy emocionante ver un fila apreciable de carros de mis pupilos escoltándome, conscientes de la gravedad de mi estado, hasta dejarme seguro en mi apartamento. Unos pitos intermitentes empezaban a sonar cuando entraba al garaje del edificio en que vivía, anunciando la despedida de la jornada de parte de todos los alumnos que me acompañaban.

Mi esposa y yo embriagados de emoción, nos abrazábamos y dábamos gracias a Dios por esta maravillosa solidaridad que nunca hubiéramos imaginado.

Pronto la enfermedad haría mella en mi y las fuerzas se agotaban por su efecto y el del tratamiento que era muy duro de soportar. Había ya dejado de dictar mis cátedras en la universidad y el peso de mi cuerpo se había reducido a apenas 45 kilos. Por ello, en medio de mi depresión, había decidido rechazar toda ayuda y alejarme de todas mis amistades.

Una llamada del rector de La Sabana, a quien conocía de tiempo atrás, entró a mi teléfono para saludarme, y yo, con mi mal carácter, producto de la situación, le dije: “Alvaro, me estoy muriendo, estoy totalmente quebrado, no quiero hablar con nadie y te agradecería no me volvieras a llamar”. A lo que me me contestó: “oiga, no sea pingo, si tantas ganas tiene de morirse venga y se muere en la universidad”.

Así fue como acepté vincularme de tiempo completo a la academia y esperar allí el fin del camino que creía que ya iba a culminar.

Muy pronto me encontré en una modesta oficina con el encargo de administrar las prácticas de los estudiantes de la Facultad de Administración que con mucha eficiencia coordinaba una excelente profesional cuyo nombre nunca olvidaré. Marta Fernández, fue otra oportunidad que me brindó la vida para no tener que hundirme en los detalles de la gestión que ella dominaba con experiencia y profesionalismo, de esta manera, pude dedicarme, con alguna holgura, a aplicar mi espíritu emprendedor y de liderazgo para iniciar nuevos proyectos que beneficiarían a la universidad y toda su región de influencia, como narraré en otra de estas entregas, para no cansarlos con relatos excesivamente extensos.

Por ahora, solamente les comento que, en ese espectacular campus de la universidad, me encontré con Dios y Él me hizo ver la razón de todos lo que me había sucedido. Gracias a esa situación, corregí el rumbo de mi vida y, mi cimentación espiritual, acompañada de mi ya madura formación intelectual, me abrieron un rumbo de realización transcendente plena que, hasta ahora, he compartido con mi esposa, mis hijos, los nietos que vendrían y unos amigos que hicieron mi recuperación más llevadera y se convirtieron en los nuevos compañeros del camino que había escogido dentro del Opus Dei.

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