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DIOS ES AMOR

Dios es amor: ¿pero qué es el amor?

Fundamentalmente, es un sentimiento sublime, quizás el más sublime de los sentimientos, que nos lleva a tener la disposición sincera y plena de servir incondicionalmente a otra persona, ¡sin esperar nada a cambio!

Es entrega sin condiciones, provocada por el deseo de buscar el mejor bien posible para el otro, sin que medien intereses de por medio, y con la alegría que produce, en quien lo da, ver el bien que con su acción ha logrado.

Don Javier Echevarría Rodríguez. En su “Carta Pastoral 4-XI-2015.” Nos recuerda:

“1. Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación (2 Cor 1, 3), que, por el gran amor con que nos amó, aunque estábamos muertos por nuestros pecados, nos dio vida en Cristo (…) y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos por Cristo Jesús (Ef 2, 4-6).”

San Juan Pablo II ya lo decía :

«Nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia, que es el amor.”

La familia, por tanto, no es una inspiración puramente humana, sino que se manifiesta como una prolongación de Dios sobre nosotros, que nos muestra esa unidad de amor fecunda que es capaz de crear por amor y que, por amor, se da en una relación de fidelidad; que no resulta del compromiso en si de los cónyuges, sino de su gustosa entrega de amor que luego se proyecta en los hijos con esa relación filial que nace del mismo amor que la sustenta.

Solamente así, se logra la condición necesaria y, a la vez, suficiente, que permite crear las circunstancias sobrenaturales de trascendencia de padres e hijos hacia la sociedad en que se proyectan por su espíritu de caridad y, a la vida eterna, como meta final de su realización como personas que, en este mundo, han sabido amar y perdonar para, en la otra vida, poder sentir, como premio a su jornada, la satisfacción de ser infinitamente amados y perdonados.

“Como recuerda el Papa Francisco, ascendamos desde las criaturas a contemplar la mano paternal y amorosa de Dios2.” (Amoris Laetitia)

Es por medio de la contemplación de la naturaleza y el universo en general, que podemos descubrir nuestra infinita pequeñez e impotencia, que solo cobra sentido con nuestras obras, cuando se proyectan para el bien, hacia la maravillosa vivencia espiritual de sentir y ser bañados por la gracia de Dios que nos abraza con su amor.

“Comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor».”

Nos dice san Josemaría, cuando recuerda en sus escritos cómo empieza a sentir el llamado de su vocación.

Es así como se siente el toque Divino, o mejor, la forma como Cristo nos acaricia y, con cariño, nos muestra el camino de salvación que debemos recorrer, como buenos cristianos en este mundo. Es la invitación a expresar nuestras potencias humanas, en todo su esplendor, por la vía del amor.

El refrán popular es muy sabio cuando nos dice: «obras son amores y no buenas razones.»

Para el cristiano, la acción, está justificada, exclusivamente, con el amor. No es tema de lógicas puramente racionales o intelectuales. Es un tema que tiene que ver con el espíritu y no con la capacidad física o de raciocinio. Es posible que, cuando pensemos en estas últimas, le estemos poniendo linderos al amor y, por tanto, coartando nuestra posibilidad de entregarnos a los demás y, con ello, poniendo en riesgo nuestra salvación.

“Jesús lo ha descrito, de modo diáfano, en el Evangelio, asentando un criterio indudable: como queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo de igual manera con ellos. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes les aman. Y si hacéis el bien a quienes os hacen el bien, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores prestan a los pecadores para recibir otro tanto. “Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello; y será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los malos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6, 31-36).” Todo esto, nos lo recuerda don Javier en su carta pastoral de noviembre de 2015.

La exigencia que le da carácter de suficiencia al amor cristiano es su capacidad de perdón.

No basta con perdonar al hermano. No basta con perdonar al amigo. Es necesario tener la entereza de espíritu para perdonar al enemigo, no solamente a aquel con quien no estamos de acuerdo, pues ello no es motivo para considerarlo enemigo. Es a aquel que nos ha hecho daño: moral o físico. Y, mientras más grande sea el daño, mayor será nuestro perdón y mayor nuestra recompensa en Cristo. Así, verdaderamente, empezamos a hacernos «otro Cristo» y damos sentido a nuestro camino de santificación.

Por otra parte:

“La alegría del amor que se vive en las familias es también el júbilo de la Iglesia.” (Amoris Laetitia)

Esto tiene que ver con la forma como vive el que es cristiano de verdad. Las dificultades de la vida, son motivos de santificación y, mientras más grandes sean, mayor nuestra oportunidad de salvación. ¡Es el camino de la Cruz! Que por paradójico que parezca, nos anima a recorrerlo con la alegría que da la esperanza de la salvación.

¡Que no estemos tristes! «La tristeza es el aliado del enemigo» (san Josemaria)

«… a cuidar con amor la vida de las familias» (Amoris Laetitia)»

Somos custodios de la familia.

Es la custodia de San José en el hogar de Nazaret. Es una custodia: vigilante, protectora, responsable y siempre cariñosa.

¡Que nos inspire ese humilde hogar de Nazaret! No es custodia con protagonismos. Al contrario: es callada, de muy bajo perfil, dirían hoy en día.

Pero es una custodia que es cimiento y soporte del hogar.

Los padres somos eso: la columna vertebral que sostiene el cuerpo siempre bello de la familia. Para que brille y se proyecte en la comunidad como faro de luz que ilumina y da vida a todo lo que le rodea.

La comunicación, entre quienes forman la familia, es el cemento que le da consistencia a la mezcla. Una mezcla que, como agregado de sustancias diferentes, es más bien, una amalgama, cuya consistencia, depende de la buena comunicación de cada uno de sus miembros. Hijos de Dios, distintos en su forma, pero iguales en su esencia. Con la misma dignidad, pero con roles diferentes. Que se entienden y participan mutuamente de sus alegrías y tristezas. Pero que siempre se sienten unidos por los lazos de amor que los abrazan, les dan confianza y esperanza para enfrentar la vida con todas sus contingencias.

¡Dios proteja a nuestras familias!

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