¿Qué es el bien común y de qué manera los administradores de lo público, están determinados a conservarlo y desarrollarlo, para bien de toda la comunidad?
Pregunta que deben resolver todos los que, por asignación o votación popular, deciden aceptar o proponerse para cargos públicos que, como su nombre lo indica, los compromete exclusivamente a servir a la comunidad por encima de sus intereses personales e incluso del colectivo al cual deben su elección.
No tener esto suficientemente claro es, para los servidores públicos, una falencia ética francamente grave, que no está lejos de configurar un delito de alta traición.
Pero, entrando en la pregunta inicial, que tiene que ver con estos planteamientos, debemos considerar lo que los entendidos definen como el “bien común”. Y, para ello, dejaré algunos planteamientos de personas que, por su autoridad, no dejan ninguna duda, sobre la certeza de sus argumentos y lo bien intencionado de sus acciones y propuestas.
“El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de la vida social, con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección.” (Juan XXIII: “Pacem in terris»)
“El Concilio Vaticano II dirá que el bien común es el conjunto de aquellas condiciones de vida social que facilitan tanto a las personas como a los mismos grupos sociales el que consigan más plena y más fácilmente la propia perfección”.(San Juan pablo II, “Gaudium et spes”)
El bien común, entonces, está conformado por todos los medios disponibles en comunidad, para promover el desarrollo y, por tanto, la perfección de la persona humana, de manera integral. Es decir, considerando su aspecto: morfológico, intelectual y espiritual.
En este orden de ideas, se hace necesario entender la gestión de los medios que aseguran el bien común, en su función económica: como administración racional de los recursos para asegurar el desarrollo de las generaciones presentes y futuras, respetando sus raíces históricas que conforman su cultura y que definen, por tanto, su concepción de desarrollo en función de la expansión de las libertades efectivas para alcanzar la libertad esencial. (Amrtya Zen, “Desarrollo y Libertad”)
Este concepto de libertad como expresión fundamental del desarrollo, tiene que ver con la esencia de las personas que, desde el momento de su concepción, en el vientre materno, inician un proceso de búsqueda de libertad, en la medida en que allí, en su ambiente primario, van desarrollando el conjunto de miembros que, muy pronto, les servirán para sentir el mundo que los rodea, con sensaciones: afectivas, de temperatura, de ánimo, etc., que irán dando una interpretación de lo que al interior del cuerpo de su madre viven. Pero, también, podrán percibir la sensación de que, más allá de ese habitáculo natural, existe otro mundo que no comprenden, pero que se les manifiesta en sensaciones y percepciones imposibles de interpretar, pero que, seguramente, les dará las primeras opciones de sentir la esperanza de un futuro mejor.
Ese desarrollo en función de la expansión de su libertad, se va, de manera muy rápida, ampliando. Las sensaciones empiezan a complementare con opciones de movimiento que evidencian la posibilidad de lograr más confort, como elemento primario de sensación de libertad antes no vivida pero muy esperanzadora.
Todo este proceso parece frustrase en el momento del parto, cuando todo lo logrado se esfuma, en medio de una situación traumática generada por el estrés del paso a una nueva vida, ahora exterior a su ambiente primario original. Nueva vida, mucho más amplia que, comparada con la anterior, pareciera tener dimensiones infinitas.
Este trauma del nacimiento, viene acompañado de una tremenda crisis de desprendimiento de todo lo que rodea a la persona, en ese momento. Lo que constituye su espacio vital, lo que haya podido ser objeto de afecto y, ¿por qué no?, de desafecto. Es la oscuridad total. Es el fin. Es la muerte. Pero una muerte que conduce a un espacio mayor de libertad nunca imaginada, donde las oportunidades son inmensamente mayores. Pero, las amenazas, producto de esa misma liberad, también se aumentan en forma exponencial.
Así, la persona humana empieza a crecer, a desplazarse, a comprender. Sus oportunidades de desplazamiento, de conocimiento, de desarrollo intelectual y espiritual, se van ampliando en búsqueda de mayor libertad que colme el deseo de felicidad que parece estar ligado a la razón de ser de la persona humana y que, en la medida en que madura, en este mundo, parece no lograrse, a pesar de los avances personales y de la sociedad en la cual se encuentra involucrado.
Proceso que culmina con la muerte, como paso final y definitivo para alcanzar esa libertad tan anhelada, que se concreta con la felicidad plena, al pasar a otra vida, también como sucedía con la anterior; percibida, pero nunca comprendida, hasta que se llega, después de este desprendimiento total, al encuentro con Dios. Ese Dios presentido, pero, muchas veces, no encontrado, en medio de nuestro trasegar por un mundo, en el que pretendíamos alcanzar nuestra propia perfección.
Los medios disponibles en comunidad, para ayudar al alcance de estos logros, se constituyen, por tanto, en el bien común, en la medida en que de ellos se valen las personas para alcanzar su fin, entendido como la consecución de la libertad total que garantice su felicidad plena.
Cada una aporta, de manera significativa, con sus capacidades, al crecimiento de los recursos que se conforman en sociedad para conservar y ampliar ese bien común. De manera que su afán por conservarlo, asegura la sostenibilidad de la sociedad y las posibilidades de cambio para alcanzar su desarrollo. Es el cimiento que soporta y garantiza el proceso de progreso social sobre el cual se basan las personas para seguir buscando su realización, en función de ese concepto de desarrollo del que venimos hablando.
Los líderes que se comprometen a gestionar ese bien común, por tanto, tienen sobre sus hombros la responsabilidad ineludible de asegurar la mejora permanente del mismo y deben rendir cuentas por su gestión a la sociedad a la cual se deben, como única opción de servicio social comprometido, resultado del contrato explicito que pactan con sus electores.
Esto conlleva, como recurso indispensable para el éxito de quien se compromete con la sociedad a trabajar por el bien común, un espíritu de servicio que se identifica, plenamente, con el sentido de ese nuevo mandamiento que dice: “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo” (Lucas 10:27)
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