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POR LA SOLIDARIDAD CON LOS NIÑOS CON CÁNCER

Apreciados lectores:

Siempre he pensado que los niños no merecen ser maltratados por la enfermedad del cáncer. Su existencia está marcada por muchas esperanzas que esta terrible enfermedad amenaza con eliminar sin contemplaciones.

Su fortaleza al enfrentar el tratamiento, fue algo que admiré sobremanera, como lo describo en algunas de estas páginas. Ese ejemplo fue, sin lugar a dudas, un importante refuerzo contra el cobarde amilanamiento y la desesperación que, en algún momento padecí, como todos los que hemos sido afectados por tan tremenda enfermedad.

Los niños afectados por el cáncer necesitan de nuestras oraciones y de nuestro apoyo económico.

Hagamos sentir nuestra presencia de adultos comprometidos con una niñez que exige nuestra incondicional ayuda.

De su respuesta a esta necesidad depende que estas páginas cumplan su cometido.

Compartan este mensaje con todos sus amigos y familiares. Sin faltar ninguno.

Que Dios los premie por su generosidad.

DEDICATORIA

Este ensayo está dedicado, con todo mi amor, a quienes estuvieron tan cerca de mí en el proceso de la enfermedad del Cáncer.

Pero, de manera muy especial: a mi adorada esposa, ejemplo de entrega y confianza en Dios; a mis hijos, Juan Pablo y Anamaría, quienes fueron soporte permanente y motivaron día a día, mi deseo de vivir y, por último, a mi madre que, calladamente, con su inmenso amor y sus permanentes oraciones, me hizo sentir su presencia y compañía que, en forma de caricias espirituales, me dieron mucho alivio en los peores momentos de la enfermedad.

Por último, a quienes esta experiencia les pueda servir.

Me atacó el cáncer. ¡Gracias a Dios!

Capítulo I

INTRODUCCIÓN

Eran los primeros días del mes de diciembre de 1998. Las dificultades económicas empezaban a acosar el presupuesto familiar. Cuatro meses atrás, me había retirado de la Gerencia de un conocido diario de la capital.

Pasados los días y motivado por la propuesta de dos excelentes amigos, Jorge Yarce y Regino Navarro, me embarqué en un proyecto que constituía, para mí, un reto de profundas realizaciones. Se trataba de encargarme de la dirección general del INSTITUTO LATINOAMERICANO DE LIDERAZGO.

Decidí asociarme con ellos e iniciar la travesía en lo que debía ser la misión más importante que ellos y yo emprenderíamos. Era la oportunidad de empezar a formar individuos, dentro de las organizaciones empresariales, con base en la teoría que mis dos socios venían, de tiempo atrás, desarrollando. Se fundaba en la divulgación de una propuesta que promovía el “ESPÍRITU DE LIDERAZGO FUNDADO EN VALORES”, como estrategia clave del desarrollo organizacional de las instituciones. Falta grande le hacía a Colombia este tipo de preocupaciones.

La mano de Dios empezaba a guiarme por caminos que, en ese momento, para mí, eran inesperados; y, el nuevo proyecto, iba a ser la disculpa que el Señor había planeado para tener a mi lado el ambiente adecuado para enfrentar con suficiente soporte y apoyo la mayor experiencia que hubiera podido imaginar en mi vida. Los momentos tan críticos vividos, a partir de aquellos días, cambiaron mi sentido de vida y me transformaron, completamente, por vía de la incertidumbre y la angustia, gracias a la confianza en Dios, en una persona completamente nueva.

Hoy, cuando escribo estas letras, aún no he empezado a describir la milagrosa experiencia que quiero referir como testimonio que, espero, sirva de alivio a tantos que, como yo, nos hemos visto sin esperanza, creyendo ser injustamente tratados por el destino que no comprendemos, en la medida en que no entendemos sus orígenes, ni la razón de ser de tan extraños fenómenos.

Ahora, me encuentro escribiendo estas cosas, en medio de la incertidumbre que se siente cuando se vive una existencia acosada aun por los innumerables problemas que se derivan de vivir en medio de una nación despedazada por la incompetencia de los líderes que la manejan y la ambición sin límites de muchos de los que usufructúan sus recursos, a costa del empobrecimiento general de una población que se debate en medio de estas fuerzas inconscientes y la presencia de grupos terroristas de asesinos, secuestradores y traficantes, que por la vía del absurdo, se pasean por el mundo, con el reconocimiento político que les brindan los administradores corruptos de un establecimiento resquebrajado hasta lo más profundo de sus raíces.

Pero, concentrémonos en lo que nos atañe:

Eran los primeros días de diciembre de 1998, cuando en medio de las limitaciones propias de las circunstancias económicas por las que atravesaba, tuve que visitar al médico, Marco Fidel Chala, cirujano de la clínica El Country en Bogotá, pues, la manifestación de una ligera hinchazón debajo de la axila de mi brazo derecho, me hacía pensar que había aparecido allí un quiste grasoso, que convenía extraer rápidamente en una sencilla operación ambulatoria. El médico, consideró que era necesario hacer unos chequeos que denominó de rutina, pero que me sorprendieron, en la medida en que fueron exhaustivos, al punto que, en los exámenes de sangre, incluyó el análisis de Sida, cosa que acepté calladamente, pero, que consideraba una franca humillación.

Cuando salieron los resultados, respiré tranquilo, pues, todos los exámenes aparecían dentro de los rangos propios de una persona normal. Consideraba que, ahora sí, estaban dadas las condiciones para practicar lo que yo consideraba debería ser una operación ambulatoria que, seguramente, el profesional practicaría con suma pericia en su consultorio.

Sin embargo, cuál sería mi sorpresa cuando el Dr. Chala me indica que debo presentarme, unos días más tarde, a la clínica, para practicarme una operación con anestesia general, en sala de cirugía y con todas las exigencias médicas del caso, para efectuar una intervención, cuya magnitud, empecé a entender, cuando me solicitaron practicarme las correspondientes evaluaciones de anestesia. Consideraba que estos médicos modernos (el Dr. Chala aparentaba ser una persona bastante joven, no mayor de cuarenta) le ponían mucho misterio a las cosas. Pero, acepté las exigencias, en la medida en que me daba mucha confianza su estilo, que mostraba ser bastante profesional y humano. Este último calificativo, muy escaso en los profesionales de la medicina de hoy en día. La mayoría de los médicos, aún no han entendido que tienen clientes y no sólo pacientes.

Fue así, como el día indicado y a la hora señalada me presenté a la clínica para proceder con la famosa operación. Sin saber cómo ni cuándo, en parte por la eficiencia de la clínica y en parte por mi desconcierto ante la situación que cobraba una magnitud que aún me negaba a reconocer, me vi en la sala de cirugía, desnudo, debajo de una bata de papel especial color verde, mi cabeza cubierta con un gorro del mismo material y mi cuerpo temblando de frío por la temperatura del lugar y los evidentes nervios que causa esta situación.

Rápidamente y con mucha cortesía, me saludaron médicos y enfermeras, tomaron la vena de mi brazo que presentaba mejores condiciones para colocar la jeringa, aplicaron el suero y los diferentes medicamentos, entre ellos la anestesia, y perdí la conciencia, cayendo en un sueño profundo que, por su peso, impide soñar. Es un estado donde toda actividad física y mental queda suspendida, creando condiciones similares a las que, imagino, produce el trauma de la muerte.

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