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Capítulo III

ANGUSTIA, MIEDO Y DESESPERACIÓN

El regreso al hogar fue un camino largo en que, a diferencia de todos los anteriores, este se presentaba introvertido. La mente se vuelve ajena a toda la realidad que nos rodea. El tráfico de la ciudad, que en Bogotá suele ser desesperante, por irracional y caótico, apenas si existía. Mi mente parecía estar en blanco. Pienso que el efecto que produce en los boxeadores la contundencia del golpe final del oponente ganador, debe generar sensaciones parecidas. Es un estado de aislamiento generalizado, donde la mente se activa en forma descontrolada y los pasajes que, a modo de sueños cortos, empiezan a invadir toda nuestra mente, recorren a velocidad cibernética muchos de los momentos vividos, sin coherencia de ninguna clase; en una descoordinación total, pero con el aparente deseo de hacer un desesperado recuento de los momentos que, por su impacto, marcaron nuestra existencia.

No soy consciente del momento en que María Clemencia y yo entramos a nuestro hogar. No recuerdo si hablamos, ni tampoco si fui suficientemente solidario con sus propias angustias que, estoy seguro, eran más fuertes que las mías. Al fin y al cabo, cuando un viaje se presenta, los que se quedan se entristecen más que aquellos que se marchan. Y, si la decisión del viaje es inesperada, estos sentimientos, suelen ser aun más agudos.

Había que hablar, pero para ello debíamos ser fuertes. Era necesario racionalizar el momento y manejarlo con suma inteligencia. Nuestra educación y cultura, supuestamente, nos tenían preparados para entender y manejar situaciones como estas.

Me había criado en una familia de clase media, con unos padres que siempre procuraron la mejor formación intelectual, cultural y social, para mi y mis dos hermanas. La vida me había dado siempre las mejores oportunidades, brindándome la opción de vincularme a las mejores universidades, como estudiante y profesor; además, en mis actividades profesionales, había tenido la oportunidad de trabajar con las empresas y empresarios más destacados de las diferentes regiones colombianas.

Mi esposa, había sido compañera permanente en todos estos eventos y su formación, igualmente, la habilitaba para darle un manejo de altura a esta situación. En ella, se daba un agregado fundamental, que sería determinante en el proceso que se iniciaba. Su condición, profundamente religiosa, le daba una fortaleza que, después, con el tiempo, fue determinante para enfrentar todas las circunstancias que se presentaban.

El primer paso era, pues, hablar entre nosotros. Y, luego, hablar con nuestros hijos.

Sentarse frente a la persona amada, en cuya compañía siempre se pensó envejecer, para planear una separación temprana, como resultado de un viaje no previsto, en el que no hay tiquete de regreso y en el que, uno de los dos, se queda en el puerto, viendo partir el barco que se lleva las esperanzas y los sueños no cumplidos, impide poner la mente al servicio de la razón y nuestra humanidad se llena de sentimientos de angustia, miedo y desesperación.

“Cielo, así me llama con cariño María Clemencia, debes llenarte de Fe en Cristo. El no nos abandona”.

Su primera aproximación espiritual al tema, me sonaba desesperada y como sacada de la única opción que permitía plantear una conversación en tales circunstancias, sin embargo, en aquel momento, no llegó con la fuerza que María Clemencia esperaba.

Mi Fe en Dios, evidentemente, no era muy sólida, a pesar de que, unos pocos meses atrás, había iniciado una aproximación a El, que se manifestaba en la asistencia a los diferentes actos religiosos, una confesión rutinaria, pero sin suficiente convicción, y la permanente asistencia a las Iglesia los domingos, como acto de santificación del día que dispone la Iglesia Católica para adorar al Señor.

Desde hacía mucho tiempo, tenía la costumbre de llegar a algunas ciudades y visitar la Iglesia más cercana con el propósito de hacer alguna aproximación a El, con la confianza que mi manera de ser permitía expresar en esos momentos, en forma familiar y sin faltar nunca al respeto, le llamaba: El Patrón.

Debo decir que, en aquellos momentos, lograba la mejor aproximación al Señor. Era como si este aparente abuso de confianza, nos uniera, de alguna manera, a El y a mí. Tiempo después entendería el significado que esta comunicación sencilla tiene para la vida del cristiano. Pero, en aquellos momentos, la acción era mera rutina, producto más de una costumbre que se volvía tradición, pero, con muy poca convicción. No estaba, en estos actos, involucrado el sentido cristiano de Piedad que, luego, como producto del proceso, empezaría a entender.

Así fue, como mi respuesta a la propuesta de María Clemencia fue puramente racional. Válida para un ejercicio académico positivista, después del cual, mis profesores de la Universidad de Los Andes, en las clases electivas que tomaba, a modo de “costuras”, para cuadrar mi promedio de Ingeniería, me habrían laureado por el manejo tan ecuánime, racional y materialista de la situación: Había que enfrentar la muerte como una realidad que, en esta oportunidad, nos permitía planear el desenlace fatal; arreglando lo que había por arreglar en los próximos meses, procurando evitar los traumas de tipo práctico que se pudieran presentar, fundamentalmente, en el orden material.

Encontré que éramos muy afortunados, al tener unos seguros de vida que solucionaban todos los problemas y pagaban las deudas que se tenían con los bancos, lo que garantizaba el futuro de la familia después de mi eventual muerte.

Cuánto dolor produjo esta actitud en María Clemencia y cuan vacío me sentía, a pesar de tener tan asegurado el futuro de mi familia. Sin embargo, evidentemente, no estaba para asumir con inteligencia espiritual esta situación.

La charla con los hijos, fue igualmente vacía, en la medida en que mi enfoque racional de la situación estorbaba en medio del ambiente de caridad y espiritualidad que mi familia planteaba y que yo me negaba a aceptar.

Luego, vino el aislamiento total. Procuré encontrarme encerrándome en el estudio de nuestro apartamento, rodeado de mis propias contradicciones, sin explicaciones claras, procurando entender lo ininteligible y asediado por otro sentimiento que generalmente precede a la angustia. Empezaba a llenarme de miedo en medio de mi soledad.

Analicé todas las variables nuevamente y, las explicaciones que le daban un significado racional al proceso, no eran suficientes ni aproximadamente válidas para resolver la situación. No vasta con asegurar el futuro de los que se quedan. Debemos encontrar la razón de ser de esta realidad que nos enfrenta a la eminencia de la muerte, única verdad incuestionable de la humanidad. ¡Nacemos para morir! Pero, pensamos que nacemos para ser líderes o seguidores, ricos o pobres, inteligentes o mediocres, siempre respetados e inmortales. ¡Vana imaginación, que pierde todo sentido cuando se enfrenta el hombre a la inminencia de su muerte!

La desesperación contribuía a deteriorar mi situación al no encontrar respuestas válidas para tantas inquietudes. Cuánto quise tener conmigo a mis maestros de humanidades. Muchos de ellos, ya han superado estos momentos. Si pudiera llegar a donde se encuentran: ¿Qué respuestas me darían?

¿Qué diría el maestro Rafael Maya con su semblante siempre bueno y amable, interpretando la Cultura Griega y recordando el discurrir de los clásicos filósofos de la humanidad?

¿Qué diría el profesor José de Recasens, con sus interpretaciones del Homo Sapiens en las clases de Antropología donde siempre queda por explicar qué trascendencia tiene la humanidad?

¿Qué diría el Dr. Fernando Cepeda que con su interpretación de la política, nos conmovió a muchos y nos hizo suficientemente críticos hasta poder conmocionar los cimientos más sagrados del santuario de la universidad burguesa, cuando apenas empezaban los setentas y los gritos de Daniel el Rojo se escuchaban en Latinoamérica, con un retraso que produce risa al Internet?

¿Qué diría el Dr. Abelardo Forero Benavides, que de su paraguas, como caja de Pandora, con una oratoria descriptiva que competía con de las artes visuales, extraía los sucesos de la historia que siempre explican el pasado pero no el porvenir? Recuerdo su rostro serio y adusto cuando nos decía: El pueblo que no reconoce su historia, está condenado a repetirla. ¿Será que eso nos pasa con la muerte?

Esa noche me dormí muy tarde, pues, todos estos pensamientos, sin respuesta, me hicieron entrar en la desesperación.

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