Ingresa o regístrate acá para seguir este blog.

Capítulo IV

¡QUÉ MÉDICO Y QUÉ EQUIPO TAN ESPECIAL!

El primer día, después del diagnóstico, debía presentarme al Dr. Andrés Forero, director de Oncología del hospital San Ignacio. El Dr. Chala, con una diligencia admirable, había, desde el día anterior, hecho todos los contactos para que uno de los mejores especialistas en el tema pudiera encargarse de mi caso.

Llegamos con María Clemencia a la hora de la cita. Debíamos presentarnos en la sección de Oncología del hospital, que se encontraba en el segundo piso. Las áreas comunes mostraban deterioro en la generalidad de los espacios. No parecía estar en remodelación, sino ser víctima de una mala administración que mostraba descuido en el orden y el aseo por todas partes. Además, se veían obras de sostenimiento que, sin estar adecuadamente limitadas, se mezclaban con las zonas de tránsito, dando a la generalidad de las instalaciones la impresión de desorden y abandono.

Nos dirigimos al punto que indicaban los avisos como zona de Oncología. Después de atravesar un pasillo que estaba distinguido como circulación restringida, llegamos a la puerta de acceso correspondiente, donde, en forma un poco estrecha, se atendía a un sinnúmero de pacientes en una sección muy incómoda con no más de dos módulos para su atención y, otro, aún más incómodo, donde se tomaban las muestras de sangre correspondientes. A un costado, se encontraban otros espacios más amplios, donde aceleradamente trabajaban varias mujeres con trajes de protección de papel verde sobre sus uniformes blancos, cubriendo parte de sus caras con tapabocas del mismo material. En conjunto eran: enfermeras, bacteriólogas y médicas; todas muy jóvenes y con mucha dedicación. Se veía que atendían múltiples oficios.

Más al fondo, estaba un espacio donde se encontraban, en sillas y camillas especiales, algunos pacientes que se veían muy enfermos por su estado físico muy deteriorado. Todos estaban conectados a tubos plásticos, que servían de medio para transportar las diferentes drogas que les aplicaban. Aunque la congestión me impedía ver su estado, parecía tremendamente deprimente su situación y, mis pensamientos, al verlos, empezaban a dibujar un futuro que, como muy pronto se sabría, no estaba muy lejano para mí.

Una enfermera nos preguntó con cortesía con quién teníamos cita. Le comentamos que con el Dr. Forero, y nos solicitó que ocupáramos uno de los dos módulos que había disponible para la atención de los pacientes. La espera fue un poco larga, afectada por la incertidumbre que provocaba el ambiente en que nos encontrábamos, donde seguía el continuo desfile de pacientes que solicitaban muestras de sangre o que se dirigían a la sección del tratamiento. Había un elemento en común en todos ellos: Su piel era color gris terroso o amarillento; sus cabezas, se veían sin pelo o con principios de una calvicie que disimulaban con gorros de diferentes formas y colores. Sus ojos, muy expresivos, como manifestación de la vida que se negaban a entregar, sobresalían en sus caras de piel chupada, forrada sobre los pómulos, fiel evidencia de los duros efectos del tratamiento a que son sometidos los pacientes de esta enfermedad.

Empezaba a palpar, en carne propia, la realidad de un proceso que, aun estando pronto a iniciarlo, me negaba a aceptar.

Nuevamente apareció la amabilidad de la enfermera, para excusar la demora del médico, quien se encontraba muy atareado atendiendo varios casos. Sin embargo, esta vez, no fue necesario esperar más, pues, apareció un hombre de regular estatura, con su bata de médico color blanca y una expresión muy cordial y entusiasta en su rostro, quien despedía a una niña de no más de 7 años, felicitándola por su buen comportamiento, diciéndole, que le esperaba para continuar las secciones del tratamiento en los próximos días. Me sorprendió la forma como los niños asimilan la situación y se amoldan a ella con la mayor naturalidad y desparpajo.

¿Habría que ser como un niño, para superar el tratamiento? ¿Por qué Jesús, nos pide ser como niños para entrar en el Reino de los Cielos?

Los pensamientos volvieron a disiparse cuando el médico se nos presentó como Andrés Forero. Inmediatamente nos comentó de la llamada del Dr. Chala, por la que nos recomendaba especialmente y nos hizo sentir muy apreciados y especiales, lo que fue una inyección de entusiasmo en un ambiente que, hasta ahora, parecía deprimente.

El examen fue muy completo y concluyó con una solicitud de un estudio de radiología, que llaman TAC, por medio del cual, analizan todo el cuerpo, con el propósito de encontrar la localización de los tumores que, probablemente, estaban diseminados en todos los puntos sensibles, del sistema linfático, a la enfermedad.

Con mucha cordialidad y en medio de gran entusiasmo, que el Dr. Forero nos transmitió, hablamos de la forma como debíamos enfrentar este trance y de su intención de aplicar todos los medios de los que disponía la ciencia, para sacar adelante mi caso. Nunca comentamos las probabilidades. Simplemente, se trataba de suponer que venceríamos la enfermedad. Entendí las reglas del juego y, tácitamente, las acepté. Pienso que no profundizamos en el tema, para eludir la respuesta que seguramente se nos daría: las probabilidades de éxito, a pesar del avance de la ciencia, aún no eran muy altas. El paso siguiente, fue entrar en contacto con el equipo de apoyo del Dr. Forero. Dirigido por un excelente jefe de enfermeras, que con una dedicación especial y con mucho profesionalismo, atendía el proceso que seguía: El tratamiento de quimioterapia.

Ruth Villavicencio era una chilena, con una energía especial, que hacía, en un área muy estrecha, con mucha diligencia, todas las actividades que tienen que ver con el tratamiento de los pacientes: daba las instrucciones de comportamiento durante el periodo del tratamiento; preparaba las porciones de droga según los diferentes tipos de enfermedad y de paciente; atendía los consejos que cada uno necesitaba con relación a las diferentes manifestaciones de la enfermedad y, con mucha propiedad, sin manifestarse compasiva, les daba entusiasmo y mantenía la disciplina que, algunos familiares de los pacientes, por su excesiva preocupación, tendía a incumplir.

El trato de Ruth, en nuestro primer encuentro, fue muy atento y profesional. Fue muy enfática en el tipo de dieta que debía llevar, así como en las condiciones de higiene que debía mantener.

Empezaba a conocer las exigencias de un tratamiento que, de no cumplirse o variarse, en el más mínimo detalle, podrían dar al traste con mi vida o impedir sentir los escasos momentos de alivio que permite apreciar un tratamiento que se basa en la destrucción de todo lo bueno y lo malo que el cuerpo tiene, para intentar, de algún modo, que el ataque indiscriminado que produce la quimioterapia en el organismo, se lleve de carambola la enfermedad.

Una vez escuchados los consejos; con nuestro programa de lo que serían las sesiones de quimioterapia en las manos, emprendimos el regreso al hogar. Empezaba a sentir los síntomas de la depresión que, en poco tiempo, me invadiría; y que, como reo condenado a muerte, me sentía incapaz de controlar. Ahora, la suerte estaba echada. La muerte empezaba a ser evidentemente cierta y, si bien, nunca me vi afectado por el miedo a ella que algunas personas sienten en tales circunstancias; sí me invadía la frustración de no haber cumplido con mi misión en este mundo, y me aterraba la angustia de dejar sola a María Clemencia, con un sinnúmero de responsabilidades familiares y económicas, que yo debía compartir.

Sentía la nostalgia de dejar a mis hijos sin verlos culminar su carrera, ni realizados profesional y familiarmente, quizás, con sus cónyuges e hijos, que serían mis nietos, a quienes me hubiera gustado mimar y consentir, en compañía de María Clemencia, mi adorada esposa. Me hubiera gustado llegar a los años viejos, sintiendo la compensación justa a la lucha de toda una vida y sentarme a contemplar: lo que ya fue hecho, lo que nos rodea y lo poco que queda por venir. Afortunadamente, sentía que estaba en manos de un médico y un equipo muy especial. Sin embargo, la incertidumbre y la depresión se volvían casi imposibles de controlar.

Compartir post