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La responsabilidad social, es un tema que se viene trabajando, de tiempo atrás, en todas las escuelas de administración.

Se hacen muchas conferencias sobre ella y se escriben muchos libros que se venden muy bien.

¿Todo por qué? Generalmente, porque suena bonito. Y en la medida en que suena bonito, esta sociedad, vacía y consumista, lo demanda.

Así es cómo, la academia y los foros empresariales hacen mucho dinero con este tema, algunos académicos mercantilistas y otros, mal llamados líderes sociales, se entusiasman, ante la expectativa de los jugosos dividendos que su usufructo promete.

Varias escuelas de administración, en un alto porcentaje, enseñan la teoría en función de los réditos que para las organizaciones significan las «especulaciones al respecto», de manera que, este tipo de programas, se fomentan con el propósito, casi que exclusivo, de ganar competitividad y posicionamiento en el mercado.

Este factor de competitividad, bien aprovechado, empieza a agregar valor a la empresa, en la medida en que los públicos se entusiasman con la idea y demandan los servicios y productos de las empresas que saben comunicar su estrategia, generando impacto en la audiencia de consumidores, pero no en las comunidades necesitadas de la ayuda social que las organizaciones manifiestan dar.

Todo esto se produce porque, el tema, se maneja de manera perversa, en un gran número de escuelas de administración cuyo fin, exclusivo, es otorgar a sus alumnos herramientas eficaces para hacer dinero, sin importar los medios, ni el daño social que ello causa a la comunidad. Es una manera solapada, pero muy efectiva, de la que se valen los depredadores sociales que, como lobos de la estepa, se cubren con piel de oveja mientras de sangran a sus presas.

Es fácil ver empresas financieras que se enriquecen, indebidamente, con el cobro de intereses de usura, pegadas como parásitos a los consumidores que explotan sin piedad, mientras anuncian, en los medios de comunicación, la manera cómo sus estrategias de «responsabilidad social», les permiten donar pírricas sumas a comunidades determinadas que no tienen mayor impacto en la solución de los problemas económicos y sociales que afectan a la generalidad de ciudadanía deprimida, en buena parte, por la gestión de tales empresarios financieros.

Y, ahí están los carteles empresariales, en los que se encuentran comprometidas organizaciones empresariales que acumularon prestigio y alcanzaron el llamado «top of mind» de los consumidores, a costa de acuerdos ilegales y francamente inmorales para sostener sus extraordinarios niveles de precios, aumentando el empobrecimiento generalizado de la población. Todas ellas, camuflan sus acciones indebidas con la creación de fundaciones que, con las migajas de sus excesivas utilidades, producto de tan oscuros negocios, publicitan su mal llamada «responsabilidad social», impactando a un microcosmos de la sociedad que no compensa, en mínima parte, el mal que ellas han causado a toda la sociedad.

Allí están, en esa feria de corrupción privada, las multinacionales, de origen nacional e internacional, que explotan el mercado colombiano, evadiendo su deber de pagar impuestos, creando subsidiarias en paraísos fiscales, con el exclusivo propósito de esconder la «plus valía» de su operación, en el exterior. Así no pagan los impuestos que corresponden al usufructo de los mercados en los que gestaron sus enormes fortunas.

La responsabilidad social empresarial reta a las organizaciones a tener una sociedad más justa, solidaria y segura, fundada en la conservación y desarrollo del «bien común» como un todo, sin discriminaciones. Una sociedad en la que todos tienen el derecho a oportunidades que les permitan desarrollar sus particulares potencialidades, en medio de la diversidad propia de la naturaleza humana.

Entonces, la pregunta que surge es: ¿cómo pueden los empresarios participar de este reto comunitario que llamamos «responsabilidad social»?

Pretendo aportar al debate con base en las siguientes hipótesis que considero conveniente trabajar y desarrollar en la academia, pero también en el mundo real, del día a día, en que viven los empresarios honestos, los consumidores y el Estado como garante de la viabilidad positiva de esta relación.

Los empresarios honestos, también están animados por el deseo primario, natural y evidente, que constituye el motor de su actividad: «lograr los réditos necesarios para satisfacer los anhelos que se se derivan de la motivación de su inversión». Es de esperarse, entonces, que todo gira en él alrededor de su negocio y, por tanto, la estabilidad del mismo, como producto de su gestión interna, pero también, del ambiente económico, social, político y cultural dentro del cual desarrolla su actividad; sus mercados y todo aquello que, de alguna manera los afecta.

Por tanto, es de esperarse que el cuidado de este ambiente que le rodea, del cual vive y por el que es afectado, sea materia de preocupación intrínseca a la actividad del empresario honesto. Es en este sentido práctico que, el ansia natural de las empresarios por explorar los mercados, debe conjugarse con el concepto de la sosteniblidad permanente de sus negocios y las comunidades dentro de los cuales se gestan.

Es en este orden de ideas que debemos ver y exigir la responsabilidad de los empresarios. La sostenibilidad de sus negocios dependen del nivel de satisfacción general en que se encuentren los accionistas, los consumidores, los proveedores, los empleados, el Estado y la sociedad que se ve afectada por la actividad empresarial, en cuanto usuaria del bien común que a todos pertenece y requiere mantenerse, modernizarse y desarrollarse de manera permanente.

La «responsabilidad social», entonces, tiene que ver con el cúmulo de intereses en medio de los cuales las empresas desarrollan su labor.

La estrategia de desarrollo empresarial no puede dejar de tener en cuenta todos estos frentes, dentro de un concepto de equilibrio que siempre debe estar marcado por la equidad; una distribución acorde de utilidades que garantice la satisfacción adecuada de los inversionistas, la justa remuneración y capacitación de los empleados que los forme para el desempeño eficiente de las funciones que les corresponden, pero que contribuya a afianzar aquellos valores que, además de dar valor a la empresa, se proyecten a la sociedad, aportando con sus iniciativa y buen ejemplo, a generar valor social, fuente de estabilidad y desarrollo de esa sociedad que, bien empoderada, aportará el terreno fértil para el aseguramiento de su futuro y el de los negocios que dentro de ella se gesten.

Dentro de los valores a promover que den soporte a la estrategia en el largo plazo, está, en primera línea, el de servicio.

Hace mucho que los consumidores han dejado de comprar productos. Ellos compran servicio y, si para lograrlo se requiere el producto, este no tiene sentido si no responde a los deseos de servicios que los clientes demandan y aseguran su satisfacción personal y colectiva. La responsabilidad social del empresario empieza por este punto y se concreta en pocos mandatos determinantes del éxito de la gestión empresarial con «responsabilidad social»:

1. Satisfaga con adecuado y oportuno servicio las necesidades de sus accionistas.

2. Para lograr lo anterior, satisfaga con adecuado y oportuno servicio a sus clientes y, para asegurar esto, mantenga adecuadamente satisfechos a sus empleados y proveedores.

3. Logrado lo anterior, pague sus impuestos de manera responsable y oportuna, con el fin de que el Estado pueda cumplir la función social que le corresponde. Si la sociedad progresa y hay mejor infraestructura, todos tendremos un mercado más amplio y nuevas oportunidades de desarrollo y crecimiento. De no ser así, estaremos condenados a seguir inmersos en el fango de corrupción y violencia que nos asfixia.

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