Andamos por el mundo recorriendo un camino que nos lleva como las aguas del rio que no conocemos a dónde va. Nos arrastra por el caudal que, en algunas ocasiones, parece tranquilo y, en otras, se vuelve tumultuoso y amenazante.
Es una sensación que, si bien percibimos de dónde viene, nunca sabemos a dónde va. Nuestra vida se envuelve en un manojo de incertidumbre que nos angustia por lo que significa no saber a dónde vamos ni qué nos espera hacia adelante. Sentimos la sensación de no tener los medios para determinar cómo actuar al vernos en un ambiente desconocido e incierto.
Es el peor de los escenarios que debemos enfrentar, por el nivel de incertidumbre que conlleva y nuestra incapacidad para intervenirlo, en la medida en que no sabemos qué queremos a ciencia cierta, ni lo que anhelamos.
Queremos paz, felicidad y libertad, pero el cauce no nos permite saber cómo lograrlo.
En estas circunstancias, ayuda mucho empezar por entender de dónde venimos y en dónde estamos, con el fin de poder fijar una ruta que nos permita decidir hacia dónde vamos.
El de dónde venimos, conlleva investigar y conocer nuestra historia desde que estamos en este mundo y quiénes son nuestros progenitores; las circunstancias en que crecimos, las personas que conocimos y la huella que han dejado en nosotros. Nuestra especie se forma como producto del aprendizaje y la formación que se deriva de aquel. Aunque hay aspectos genéticos que predisponen el cuerpo y la mente para atender mejor y de determinadas maneras estos temas. Ellos también influyen para escoger, con base en las experiencias logradas, los gustos y las apetencias intelectuales, aquellas cosas a las que nos dedicaremos y para las que, seguramente, si lo hacemos libremente, nos permitirán ser exitosos. Es por esto que el conocer de dónde venimos nos permite tener criterio para determinar dónde estamos y hacia dónde nos dirigimos.
El saber dónde estamos, constituye nuestra única realidad. Lo pasado ya no existe y el futuro es solamente una probabilidad muy incierta. Pero es un hecho incontrovertible que el presente determina nuestro futuro, si la probabilidad de tenerlo se da. Y, en caso de darse, el no actuar adecuadamente en el presente, para disfrutarlo, en la medida de los posible y sin hacer daño a nosotros mismos ni a los demás, nos dará esa sensación de felicidad que siempre nos acompañará mientras existimos.
Es por ello que, nuestros actos, determinan, en mucho, el comportamiento de nuestra conciencia que nos juzga. El resultado de ese juicio nos hará más o menos felices, dependiendo de cómo actuamos en relación con nuestra conciencia.
Debemos tener presente también, que la conciencia no es parte de nuestra capacidad racional que soporta el mundo de las ideas que nos da la oportunidad de conocer, analizar, crear e innovar como extensión de nuestra espiritualidad que nos une a Dios.
La conciencia, contiene la capacidad divina de apreciar, en su totalidad, nuestros actos y la manera de relacionarnos con los demás. Allí se da la expresión más significativa del juicio divino al que nos veremos sometidos y que nos hará merecedores al premio o castigo del que seremos salvados si aprovechamos este presente para perdonarnos, perdonar y reparar en la medida de nuestras posibilidades, antes del fin de nuestra existencia en este mundo. Para así llegar, finalmente, a la Eternidad, donde apreciaremos el disfrute o el castigo eterno que no habrá posibilidad de cambiar. Pues allí ya no habrá pasado para aprender de él, como tampoco futuro, que nos dé la posibilidad de corregir. Solamente gozaremos del mismo presente de Dios, en un infinito que hace pleno el amor y, por esa vía, nos dará una eterna felicidad. No tenerlo, será nuestra condena y nuestro peor castigo: una eternidad sin la presencia de Dios, y, por ello, sin amor ni felicidad, sin alguna luz que nos pueda iluminar.
Es por lo ya explicado que nuestro futuro, extremadamente incierto, se puede hacer más llevadero, en la medida en que planifiquemos bien la ruta para alcanzar las metas razonables que nos hayamos propuesto. Pero, si tenemos presente nuestro destino final, después de haber terminado nuestra existencia mortal, veremos claro nuestro gran desafío, que se relaciona con la inmortalidad del alma en un nuevo mundo sobrenatural que nos espera después de la muerte.
Es ese momento único en que nos encontremos con la Verdad, para presentar esa rendición de cuentas que nos espera ante el Padre Eterno.
Es, apenas obvio, que el propósito más importante y trascendente de la humanidad se da en la vida eterna y sobrenatural que nos espera. Certeza que contrasta con la incertidumbre de nuestro futuro en este mundo que se hace tan difícil de lograr y que, contrastado contra la realidad sobrenatural que nos espera, no tiene comparación.
Es por ello que nuestro futuro y nuestra meta final no puede quedarse dependiendo de lo incierto de un mundo temporal que no sabremos si lo tendremos mañana, ni cuánto tiempo durará.
Hay que apostarle a asegurar nuestro futuro sobrenatural que tendrá retribuciones infinitas de paz y amor si, por la misericordia de Dios, nos hacemos merecedores de ella, por el cumplimiento de la sencilla tarea que se nos ha propuesto por medio del mandato de su Divino Hijo:”Amarás al Señor tu Dios por encima de todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo”.
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