Una sociedad, está conformada por todo tipo de personas, con todo tipo de creencias y comportamientos.
Pero, es un hecho que la cabida que las personas tienen en esa sociedad, depende de los roles que puedan desempeñar en función de su capacidad de aporte a la buena convivencia, de acuerdo a una propuesta de comunidad que se concreta en lo que todos sus miembros aprecian como el «bien común»: un conjunto de bienes, valores y principios comúnmente compartidos que se expresan y realizan a través de los medios por los cuales, ese conjunto de personas, aglutinadas bajo el nombre de sociedad, pueden contribuir a su propio desarrollo personal y el de los demás.
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Las decisiones sobre lo que conviene o no, en términos de la creación, el sostenimiento y desarrollo de ese «bien común», atienden al respeto y a la respuesta que el Estado, como catalizador de esa sociedad propone en función de las mayorías. Con un profundo respeto por las minorías conformadas por individuos que, si bien, en alguna circunstancia, no comparten todos los criterios de aquellas y están dispuestos a aportar con su punto de vista para el desarrollo en paz de esa sociedad de la cual forman parte.
Esto implica una dinámica evolutiva de las sociedades hacia la prosperidad, basada en la construcción de un «bien común»» que no solamente se pretende preservar, sino acrecentar, para progreso de todos y cada uno de los individuos que las componen.
Siendo ello así, esa infraestructura por medio de la cual los individuos crecen y se desarrollan en sociedad; la que llamamos «bien común», debe propiciar el desarrollo armónico de la persona humana, en todo su potencial, con base en sus tres características fundamentales: fisiológicas. Intelectuales y espirituales. Las que constituyen su esencia.
La armonía de la persona humana, entonces, depende del buen balance entre estas tres partes constitutivas. Para lograrlo, ese «bien común», debe brindar los medios para que cada una pueda fortalecerse, sin faltar a ninguna.
Muchas sociedades, están regidas por líderes que, una vez toman posición de muchas de las áreas de responsabilidad del Estado, cegados por su vanidad, soberbia y una crasa ignorancia, evidencian su desconocimiento de las personas y sus necesidades fundamentales, al legislar, gobernar y administrar justicia. Se hacen ajenos respecto de la realidad social a la que se deben y dan espaldas al conjunto de individuos que la conforman.
Unos, olvidan que las personas todas requieren salud, alimento y un techo digno para vivir.
Otros, no promueven los medios para su desarrollo intelectual, humanista, creativo y tecnológico, en la medida en que sus élites, enquistadas en la dirección de un Estado del cual se lucran, mantienen entramados de corrupción sofisticados que soportan sus condiciones de exclusión, basados en mantener la ignorancia de las mayorías que, por ello, se encuentran en una situación de vulnerabilidad extrema.
Y, por otro lado, la incapacidad de otros líderes para entender que el conocimiento, siempre, supera las fronteras de su propio potencial y se empeñan en determinar que todo aquello que no entienden o no comprenden, no existe. Es en casos como este que el concepto de espiritualidad, ignorado por algunos, los lleva proponer su inexistencia y a impedir su desarrollo y cuidado a toda la comunidad.
Cada una de las partes constitutivas de la persona humana: cuerpo, mente y alma, determinan la necesidad intrínseca de desarrollar sus potencialidades, de manera integral, para ser mejor, para realizarse como persona y trascender en este mundo intelectualmente con su capacidad creativa y, espiritualmente, con su capacidad de encontrarse con Dios, de manera que pueda comprender plenamente y alcanzar su trascendencia sobrenatural; meta y destino final que da sentido a la existencia humana y su diferencia de las demás criaturas.
Impedir el cultivo de esa potencialidad espiritual de la persona humana. Impedir alcanzar los medios para relacionarse con la persona divina, principio y fin de todas las cosas, la causa última y razón creadora, es negar las características particulares de la persona y rebajarla a quedar en un estadio ligeramente superior al de las demás criaturas, negando una realidad que se comprende plenamente con el desarrollo espiritual de cada uno, pero que se alcanza a percibir clara y evidentemente, desde el libre ejercicio de las facultades intelectuales, como punto de partida para iniciar el proceso de formación espiritual de cada individuo.
Así como la mente requiere un cuerpo, para poder funcionar; aquella y este, son animadas por el espíritu que las vitaliza y promueve para superarse, cada vez más, con el buen ejercicio de las virtudes. Expresión patente de la razón de ser de la persona y su convivencia en sociedad.
Si alguien escoge el derecho de permanecer en la ignorancia y las tinieblas, no tiene por qué imponerlas a los demás e impedirles su desarrollo integral. Solamente los dictadores y los tiranos pueden pensar de manera tan inmoral.
Limitar la posibilidad de crecimiento de la persona humana en cualquiera de los aspectos aquí tratados, constituye una posición retardataria de gobierno que coarta la sociedad, castra sus posibilidades de desarrollo y la esclaviza al servicio de los tiranos de turno.
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