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El Papa, a la llegada de su último viaje internacional, acosado por los periodistas que le acompañaban, respondió a uno de ellos una pregunta muy concreta sobre la política estadounidense y, en particular, sobre las elecciones en EEUU:

¿Por quién votar para la presidencia de ese país?

La pregunta era muy comprometedora y cualquiera que fuera su respuesta implicaba la posición del Santo Padre en temas terrenales particularmente complejos, como tener que determinar cuál de los candidatos podría ser mejor.

La respuesta fácil era no comprometerse con los problemas políticos de un país en particular, pero, indudablemente, el líder de los católicos de todo el mundo no podía ser ajeno al transfondo ético que tiene la posición de los candidatos sobre la vida de la persona humana y su dignidad, como hijos todos de Dios.

La recomendación papal es:

“…hay que escoger el mal menor”

Esta es una posición sobre problemas humanos y la respuesta del Papa es humana; por tanto, opinable. Es por ello, que también yo me animo como simple cristiano y sin la formación teológica y antropológica suficiente para juzgar a las personas, a dar mi opinión sobre el tema.

La señora Harris me parece una buena persona, equivocada en materia grave sobre la vida del ser humano. El aborto es un asesinato inmisericorde de personas en su estado más vulnerable. Respaldar el tipo de leyes que lo promueven es, por parte de un presidente de un país, un crimen de Estado de grandísimas proporciones.

Constituye, a mi juicio, un crimen de lesa humanidad que debe ser juzgado con todo el rigor de la ley. Sin embargo, ello no va a ocurrir así, pues los organismos internacionales y buena parte de los gobiernos del mundo, penetrados por ideologías contra natura, están promoviendo, desde los más altos niveles de tales instituciones, salvo contadas excepciones, esta tendencia asesina extrema. Por tanto, existe el debe moral, de quienes no están de acuerdo con esto crimen, de oponerse con toda la fuerza que permite un país que aún se dice democrático, por medio del voto popular, para proteger a estas criaturas que, por por su estado, no pueden defenderse por sí mismas.

Trump, por otro lado, es un delincuente convicto; un ser mentiroso, saturado de odio y francamente perverso que, además, está comprometido con sus desviaciones dolosas. Todas relacionadas con su reiterado comportamiento delincuencial.

Se ha robado, en repetidas ocasiones, el dinero del Estado, basándose en artimañas jurídicas para no pagar impuestos, mientras grava a los más pobres con cargas tributarias enormes. Le quita al más débil sus derechos fundamentales como el de la salud, para proteger todo el tiempo las compañías aseguradoras que se lucran de la miseria y la necesidad de la gente.

Su extravagancia misógina es evidente en la manera como utiliza y descalifica a las mujeres, incluida su esposa, que comprada por sus millones, tiene que aceptar todas sus vejaciones.

Su posición francamente racista lo descalifica para dirigir un país diverso donde los blancos ya empiezan a ser minoría, como resultado de las diferentes oleadas migratorias procedentes, a través de su historia, de África, el lejano y medio Oriente, Europa y toda Latinoamérica.

El electorado no la tiene fácil.

Ojalá, este no sea el principio del fin de la historia para una nación que ha determinado tantos hitos para el mundo en los últimos 250 años.

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