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Maestro Damián Pachón

El Doctor en Filosofía, catedrático de la Universidad Industrial de Santander (UIS) y conferencista, Damián Pachón Soto, nos envió un ensayo en donde explora la corrupción y sus profundas raíces históricas en la sociedad latinoamericana, al tiempo que expone sus puntos de vista sobre la falta de ética en el manejo de los asuntos públicos y la manera como nos afecta a todos.

 

Filosofía, corrupción y ética de lo público

Por: Damián Pachón Soto. 

dpachons@uis.edu.co

Para la filosofía, específicamente para la filosofía moral y política, la corrupción es la perversión de los fines mismos de la comunidad política, de los regímenes políticos. La corrupción deslegitima la autoridad, la democracia; anula la soberanía y la voluntad popular, corroe los fundamentos mismos del poder y del gobierno. La corrupción es la manifestación más clara de la falta de ética de lo público, de la ausencia de compromiso y de autorresponsabilidad social; es la negación de cualquier tipo de solidaridad y la degradación de los valores sociales; refleja la falta de lazos sociales y de integración colectiva. ¿Cuál es el origen de este fenómeno entre nosotros?, podemos preguntarnos. Veamos.

En el caso las sociedades latinoamericanas, la corrupción tiene profundas raíces históricas, especialmente, en las prácticas políticas españolas en el periodo colonial, y reproducidas en nuestra vida republicana desde el siglo XIX hasta hoy. Max Weber mostró en su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de 1905, cómo la ética protestante favoreció la disciplina, el trabajo, el ahorro, la acumulación, la lucha contra el despilfarro y los gastos suntuosos. Igualmente, y lo que es más importante para nosotros, puso de presente cómo el protestantismo implicó una alta valoración de la profesión, del deber y de la responsabilidad social. Weber dice que los calvinistas profesaban: “la idea de que la utilidad pública o the good of the many [el bien de los muchos]…precede al bien personal o privado”. Y esto es así porque “el mundo es un teatro de la gloria de Dios”.

En pocas palabras, hay que hacer lo que se debe hacer. Y, de hecho, si me va bien, es como recibir una señal de que tal vez he sido elegido por Dios y pertenezco a su “iglesia invisible”. En el mundo hispánico, por el contrario, donde el trabajo es castigo, es consecuencia del pecado, las cosas son muy distintas, pues los valores cambian. Y tal vez eso explique la ausencia de una ética de lo público, la corrupción, la falta de compromiso con el prójimo, con los otros y la sociedad.

Esa concepción del trabajo en las sociedades hispánicas fue lo que se reflejó con la mentalidad hidalga en la época del descubrimiento. En efecto, mientras Europa empezaba a salir del feudalismo, en España, con el “descubrimiento” de América, se potenció el “ideal de la nobleza”. En lugar de luchar contra los privilegios de los nobles, el hidalgo español quiso ser como ellos, trepar, ascender, mimetizarse, condescender, y obtener los mismos honores, prestigios y prerrogativas. Y entre más se parecían a los de arriba, más despreciaban a los de abajo, a quienes habían dejado atrás. Todo esto se obtenía con el favor del Rey, quien otorgaba títulos, mercedes, exenciones, privilegios. El mimetismo y la adulación de la autoridad, la complacencia con los poderosos, se convirtieron, por esa razón, en medios para el ascenso social.

Hay un libro que debería leer todo aquel interesado en comprender los orígenes de la corrupción y la falta de ética de lo público que destruye y carcome a la sociedad colombiana. Es del brillante sociólogo Fernando Guillén Martínez y se titula Estructura histórica, social y política de Colombia, de 1963, reeditado en el año 2017. Allí sostiene el autor: “Al llegar el siglo XV, España está invadida por pequeños hidalgos, sin rentas, ni oficios, que odian el trabajo manual…que solamente legan a sus hijos la desesperada vanidad de su estatuto nobiliario ínfimo y el deseo insatisfecho de hallar con qué comer”. Cuando llegaron a América “la sed de empleos, honores, salarios” los llevaron a “entrar en el servicio de la burocracia real como el mejor medio de garantizarse la honra y el oro necesario para fingir los privilegios de los magnates”.

De España recibimos la herencia de considerar lo público como un botín, como un medio de ascenso, pues en la época “se adquiría la propiedad privada de ciertos cargos públicos”. En efecto, cargos como gobernador, capitán general, alguacil mayor, se otorgaban “por una sola vida por dos o tres vidas”. Si los cargos públicos se reciben como una dádiva o se compran, pasan a concebirse como parte del patrimonio del político, del empleado público o del funcionario. De ahí que la burocracia -que en estricto sentido debe administrar el Estado, gestionar lo común, y hacer compatibles los intereses particulares existentes en la sociedad con el bienestar colectivo, como pensaba Hegel en su Filosofía del derecho– concibe su puesto como privilegio, al cual hay que exprimir para el beneficio de sí mismo y de los cercanos.

Por eso nuestros políticos y los funcionarios de los altos cargos del Estado, lo consideran un trofeo del cual hay que aprovecharse; lo conciben como fuente que hay que explotar no sólo para engordar sus propias arcas, sino para asegurar su control, su poder político y para perpetuar la clase política afín a sus intereses. Se llega al círculo vicioso: el Estado corrupto reproduce al Estado corrupto. El político y la oligarquía corrupta se reproducen infinitamente a sí mismos.

El político colombiano no representa, sino suplanta; no sirve, sino se sirve de lo público; no considera la política como un servicio social, sino como un favor rogado. A diferencia del empleado privado, piensa que como lo público es de todos, en realidad es nadie; y que no se relaciona con nosotros, que no produce daños sociales actuales y futuros. Eso explica la falta de compromiso y el atomismo oportunista y mezquino del político que vive de la política, que la usa como medio de vida.

Gran parte de los políticos colombianos actúan como si el enriquecimiento sin causa, el tráfico de influencias, el abuso de autoridad, el peculado en favor de terceros, el enriquecimiento ilícito, etc., fueran virtudes cívicas. En fin, prostituyen el noble fin que Aristóteles, Santo Tomás, los modernos, le asignaron a la política: buscar el bien común. Esta actitud permea casi toda la burocracia del Estado. Y si la burocracia está podrida, desvirtúa sus fines, todo el Estado se pudre, se corrompe.

Esta concepción privada de lo público está presente en gran parte de nuestros empleados públicos. Ellos llegan a considerar su puestecito como un regalo del cielo, del cual pueden vivir cómodamente el resto de sus vidas. Lo peor es que una vez obtenido el cargo, o un tiempo después, dejan de hacer bien sus funciones, se amodorran, se acomodan y hasta justifican su mediocridad.

El burócrata que cree tener el cielo en sus manos, se siente con más poder que Stalin porque alguien depende de él; conciben la función pública como un privilegio dentro del feudo que atiende: es como Dios en su reino. El notario, la empleada de la oficina de tránsito, la recepcionista de carrera, etc., creen tener más poder que el peor de los autócratas. También es el caso del profesor universitario que no investiga, que práctica el papagayismo de contenidos porque no prepara clases…el mismo que se siente dueño y señor de un puesto que se ha ganado en un concurso público, y del que nadie lo puede remover: es la corrupción en la educación y la desnaturalización de su función.

La corrupción es una desviación y una perversión de los fines que una burocracia profesional debe realizar en un Estado; es, también, una violación de la ética profesional donde prima el individualismo sobre el bien colectivo. De ahí que, mientras la gente no tenga una cultura política sólida, mientras no se instaure una ética de lo público y de lo privado, mientras no se asuma el principio de responsabilidad con el país y con las generaciones futuras…la corrupción seguirá parasitando al Estado y a la sociedad desde dentro.

Hoy ya no tiene sentido culpar a España, ni renegar de la tradición. Más bien, hay que transfigurar y metamorfosear el presente. Y a esto debemos contribuir cada uno de nosotros, pues el asunto es muy importante y muy urgente como para dejárselo a los políticos.

 

 

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