Es indudable la presencia del pensamiento económico en la vida cotidiana. Si bien la experiencia propia brinda elementos válidos de comprensión económica, no es posible extrapolar los resultados familiares al entorno económico de las empresas ni mucho menos generalizarlos al desempeño económico de un país. De hecho, la aplicación exitosa del sentido común a las decisiones personales hace que todos nos consideremos poseedores de las capacidades para entender la complejidad de la economía.
Existe una proliferación de seudo economistas que, a partir de conocimientos elementales en la materia, se dedican a pontificar respecto al presente y futuro de las variables económicas; es comprensible que reciban atención por parte del público en general debido a la deuda que la economía sigue teniendo con la sociedad: es prueba de ello que la riqueza aumente –crecimiento del PIB superior al 5% durante los años recientes- sin lograr avances importantes en desigualdad –coeficiente de Gini estancado en 0.58 en lo corrido del nuevo milenio-.
No obstante, es necesario identificar a los profetas apocalípticos de la economía para otorgarles la credibilidad que merecen. Se caracterizan por faltar al rigor técnico, por apoyarse en cifras aisladas más que en tendencias y modelos, por usar lenguaje efectista y no conceptos y por acudir a analogías en lugar de análisis. En síntesis, conviene desconfiar de quien afirma “Yo sé” y darle crédito a quien dice “Depende”.
La política pública no puede tener derroteros construidos en el vacío ofrecido por los opinadores, por el contrario se debe propender por el protagonismo del diálogo interdisciplinario en el que tenga lugar un debate profundo y en sintonía con los verdaderos problemas apremiantes de la sociedad.
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