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Damián Pachón Soto

 

El profesor y filósofo Damián Pachón Soto nos comparte amáblemente este análisis sobre el papel de los derechos humanos en estos momentos de crisis e incertidumbre social y económica por la que atravesamos…

 

Filosofía y Derechos humanos en tiempos convulsos.

 

Por: Damián Pachón Soto*.

dpachons@uis.edu.co

En este momento que atraviesa la humanidad, vale preguntarse por la vigencia o no de los Derechos humanos. Ya que, tras los acontecimientos del presente, quienes se han lanzado a pensar la crisis que atravesamos han hecho los más variados diagnósticos, y para ello han acudido a la biopolítica foucaultiana, a la excepcionalidad de G. Agamben, a la posible instrumentalización del derecho del marxismo clásico, etc., esa pregunta cobra pleno sentido. En este contexto es válido inquirir ¿juegan los Derechos humanos un papel importante en este momento de crisis, en este interregno de profunda incertidumbre y desasosiego frente al futuro?, o, ¿podemos prescindir de ellos dada la evidencia de su continua vulneración? La respuesta exige varias consideraciones sobre las tres perspectivas mencionadas.

Desde un punto de vista marxista, el derecho es un instrumento de clase al servicio de la burguesía, que no sólo protege la propiedad privada, sino que legitima las relaciones de dominación y explotación del proletariado. El derecho sería un garrote más, como el Estado en Lenin, con el que los dueños de la riqueza, los medios de producción, defienden sus intereses y explotan a los trabajadores. Los Derechos humanos, por su parte, son derechos del hombre privado, egoísta, aislado, insuficientes para la emancipación humana, del hombre genérico, tal como aparece en La cuestión judía de Marx. Desde esta perspectiva, para el hombre de carne y hueso, el desposeído, los Derechos humanos son letra muerta, que justo en momentos de crisis, puede seguir siendo usado para favorecer intereses de las clases altas.

Desde la perspectiva foucaultiana, el derecho también forma parte de los mecanismos de control de la sociedad disciplinaria, panóptica, que no sólo gobierna los cuerpos, sino que extrae y produce saber de y sobre los mismos. Como es bien sabido, Foucault subvaloró las reformas penales del siglo XVIII. Por eso Axel Honneth dice que en Foucault esas reformas son “procesos subterráneos de afianzamiento de la dominación y de estructuración de la vida social en términos de poder”. En Colombia, Darío Botero Uribe y el gran conocedor de la obra de Michel Foucault, Santiago Castro-Gómez, pusieron de presente esa unilateralidad foucaultiana frente a ciertos logros de la modernidad. Esto se debió al coqueteo anarquista de Foucault, donde- dice Castro-Gómez- “la división de poderes, la legitimación del poder político, con base en la soberanía popular, los derechos humanos…lejos de ser conquistas emancipatorias, son la prolongación de la figura soberana del rey”, esto es, del despotismo y la dominación. Y si bien en sus tecnologías del yo dio gran importancia a las prácticas de libertad o, lo que es lo mismo, a la famosa estética de la existencia, su pensamiento es limitado a la hora de pensar las instituciones, la articulación política, la geopolítica, las mediaciones políticas y el cambio social.

Agamben, por su parte, ha convertido el mundo mismo en un gran campo de concentración, donde la excepcionalidad es la regla. En esos estados de excepción, los cuerpos son sólo objetos disponibles, prescindibles, tal como era el cuerpo del judío en la Alemania nazi. Su concepto de nuda vida muestra bien que “la soberanía adquiere sentido en la medida en que se basa en la posibilidad de disponer de la vida biológica de los ciudadanos”, pues es una vida sin valor, “la vida a la que se le puede dar muerte sin cometer homicidio”, dice el filósofo italiano.

Hay que decir que, en estos casos citados, hay mucho de verdad, pues nadie puede negar que el derecho y los derechos humanos pueden resultar funcionales al poder y a los intereses de clase, como en la lectura de Marx. Igualmente, que el derecho disciplina, controla y gobierna los cuerpos y la sociedad como en Foucault; o que la existencia del Estado de derecho no impidió la barbarie nazi, sino que, en ese régimen, justamente, la voz de Hitler era la mismísima ley, como en Agamben o Carl Schmitt. Y, sin embargo, lo que tienen en común todas estas lecturas, además de muchos de sus méritos, es la unilateralidad de su perspectiva, su reduccionismo y su ceguera ante ciertas evidencias, también la exacerbación de la propia postura. Esto se puede demostrar mirando en retrospectiva ciertos hechos.

Después de la llamada Noche de San Bartolomé, en Francia, en 1572, donde los cristianos asesinaron a miles de hugonotes, surgió con Jean Bodin el concepto de soberanía basado en la necesidad de que el Estado se pusiera por encima de las facciones religiosas en guerra y fuera así posible la convivencia de la comunidad política dentro del Estado. Esa matanza dejó lecciones irrenunciables: la necesidad de separar iglesia de Estado, a lo cual contribuyó también Francisco Suárez; el afianzamiento de la libertad de conciencia, de cultos, la libertad y la tolerancia religiosas. No es raro que después, en Francia, si bien hubo un retroceso en materia religiosa desde el reinado de Luis XIV quien derogó el Edicto de Nantes de 1598, librepensadores como Voltaire o Diderot se lanzaran contra el dogmatismo, la superstición, y defendieran la tolerancia religiosa. En Inglaterra, por su parte, J. Locke escribió su Carta sobre la tolerancia y en Holanda B. Spinoza decía en su Tratado teológico-político: “Se tiene por violento aquél Estado que impera sobre las almas…cuando quiere prescribir a cada cuál qué debe aceptar como verdadero y rechazar como falso y qué opiniones debe despertar en cada uno la devoción a Dios”. De ahí que las libertades religiosas de las que gozamos hoy, entre ellas, el derecho de ser ateos, es un verdadero logro de la civilización moderna. No todo en ella es fanatismo, ni auge de las sectas religiosas.

Uno de los casos más interesantes tiene que ver con el liberalismo de J.  Locke y su prefiguración de la división de poderes, la cual reconfigura luego Montesquieu en Del espíritu de las leyes. La teoría de los derechos que se tienen por naturaleza, por el hecho de ser hombres, o el principio de que sólo el poder controla el poder, son parte fundamental del moderno constitucionalismo. Así mismo, el derecho al debido proceso del cual ya hablaban los romanos, el principio de tipicidad para que a última hora el Estado no se saque delitos de la manga para imputarle al ciudadano, o la lucha contra la tortura de C. Beccaria en el siglo XVIII, son instituciones jurídicas de las cuales nadie puede prescindir hoy. En su momento surgieron como herramientas para defender al ciudadano del despotismo y la arbitrariedad de los monarcas, pero ese papel también es necesario hoy. Desde luego, como dice el filósofo mejicano Enrique Dussel en su Política de la liberación, el poder y las instituciones pueden fetichizarse, sin embargo, esto no obsta para que se pueda recobrar el control y el dominio sobre los mismos, superando así nuestra alienación frente al poder institucional.

En Marx, Foucault y Agamben, y en gran parte de sus epígonos, se suele olvidar que, como dice Leopoldo Múnera Ruiz, “las democracias han sido talladas por múltiples formas de resistencia y emancipación”, luchas que no cesan. Igualmente, “las garantías frente al ejercicio del poder absoluto del soberano…no pueden ser desconocidas de tajo por la crítica, de la misma manera que no han sido totalmente anuladas por la expansión de la excepcionalidad y su tendencia a su generalización”. Pensar en la presunta inutilidad del derecho, los derechos humanos o la democracia, o en su mera funcionalidad al poder o a los privilegiados, es abrir un boquete para que emerjan nuevas dominaciones y arbitrariedades; es desconocer olímpicamente las luchas de las gentes que lucharon antes que nosotros por sus derechos, personas y movimientos cuya sangre quedó cristalizada en las instituciones que conquistaron y de las que hoy disfrutamos.

Si bien Marx desnudó el sistema capitalista y mostró la inhumanidad del mismo; si bien Foucault llamó la atención sobre los marginados, los excluidos, los invisibilizados de la modernidad; y si Agamben nos pone en guardia contra la excepcionalidad hecha normalidad, sus posturas deben ser criticadas y sopesadas, pues, por ejemplo, los derechos humanos serán necesarios hoy y mañana, en sociedades dominadas y aún en las emancipadas. Incluso en la sociedad comunista serán necesarios los derechos humanos, pues ésta no estará libre de conflictos y necesitará formas de control social. En fin, pensar que después de la necesaria y buscada emancipación, la sociedad será un manso rebaño de ovejas pacíficas, pastando armónicamente en su potrero celestial, es una postura ingenua y una forma extrema de idealismo romántico.

Hay que tener claro que la defensa de los derechos humanos no es incompatible con la lucha popular y social, de hecho, la hacen posible y la facilitan, a la vez que sirven de horizonte para una ampliación y realización más plena de esos mismos derechos. El derecho, como reconoce Boaventura de Sousa Santos, también es un arma para la emancipación. Por eso estoy plenamente de acuerdo con Estanislao Zuleta quien en 1981 advertía: “lo que no es correcto es creer que los derechos humanos […] son simplemente una táctica de defensa, que es necesario promover mientras exista la sociedad capitalista, para poder luchar mejor contra ella, pero que, cuando ya no exista, ya no son necesarios”

Por último, si bien es necesario criticar el eurocentrismo de los Derechos humanos y su presunta universalidad, éstos siguen operando como una aspiración legítima de sociedades cada vez más urbanizadas, donde deben conciliarse con los derechos de las comunidades y de los pueblos. Justo es eso lo que pretende el pluralismo jurídico, el cual está reconocido y protegido en muchas cartas políticas. De ahí que quien defiende los derechos de los pueblos y, a la vez, ataca la utilidad de los derechos humanos cae en lo que en términos lógicos se llama una “contradicción performativa”, es decir, que niega el contenido de una proposición con los actos o la expresión de la misma, como cuando digo en voz alta: “estoy callado”.

Lo cierto es que, en momentos de coronavirus, donde el futuro es incierto, y donde los regímenes políticos pueden verse tentados a abusar de los poderes excepcionales que los mismos ordenamientos jurídicos les permiten para desconocer los derechos humanos, debemos estar más alerta. En tiempos de anormalidad se suelen utilizar las circunstancias para recortar y reducir los derechos humanos. Y en estos casos, siempre se podrá acudir a los mismos para legitimar las demandas por su cumplimiento por parte de los Estados en momentos donde el sistema muestra sus grietas y se evidencia la vulnerabilidad de los menos favorecidos.

* Profesor Asociado de la Escuela de Trabajo Social de la Universidad Industrial de Santander y Profesor Visitante Asociado de la Universidad de Estudios Extranjeros de Kobe (Japón). Abogado de la Universidad Nacional de Colombia y Doctor en Filosofía.

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